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Primero se llevaron las metáforas, pero como yo no era metáfora…

Las ediciones españolas de Roald Dahl no modificarán sus textos como en Reino Unido.

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“Primero se llevaron las metáforas, pero como yo no era metáfora, no me importó. Después vinieron a por la ironía, pero como yo no era ironía, tampoco me importó. Más tarde se llevaron los adjetivos, pero como yo no era adjetivo, tampoco me importó. Ahora vienen a por el símil; ánimo, aún no es demasiado tarde”. Algo así sugeriría yo a una editorial si me contratara como lectora de sensibilidad para revisar a Bertolt Brecht. Luego anotaría que el poema atribuido a él lo escribió Martin Niemöller, y listo.

Es una ironía, sí. Lo aclaro porque he escrito esas líneas y a continuación las he borrado. Ironía y nazis, mal, me he dicho (quod erat demonstrandum). Después las he vuelto a escribir inspirada por el recuerdo de mi amigo Josemari Calleja, la persona que con más inteligencia ironizaba respecto al terrorismo y sus víctimas. Por si acaso, aclararía que no me tomo a la ligera el nazismo (buf, no vale ni como obviedad excesiva). 

Lo he vuelto a borrar, porque la comparación también sería malinterpretada. Y lo he escrito de nuevo, pues podría aclararlo con solemnidad: “Ante todo dejo constancia de que no soy la clase de persona que piensa que eliminar una metáfora equivale a exterminar a una persona”. Aunque es obvio que comparar dos elementos no significa hacerlos equivalentes y para ilustrarlo establecería una pedestre comparación de mi modesto piso con la casa de Messi. Se pueden comparar cosas muy distintas, p’alante. 

Una alternativa era ahorrarme los tres párrafos anteriores y empezar aquí, del siguiente modo: por fortuna se han detenido a tiempo los intentos de censurar las obras de Roald Dahl, para que Matilda no lea a Conrad, sino a Jane Austen. No se ha librado del expurgo Vive y deja morir, calificado por el propio Ian Fleming como su mejor libro. Otros estropicios se han perpetrado con Ian Fleming y Enid Blyton… Pero no, no puedo seguir por ahí. Esos primeros párrafos de temores, obviedades y exculpaciones significan que el censor ya vive dentro de mí. Este es el meollo del asunto: la censura de los autores muertos no es absurda, se dirige contra los autores vivos. 

El censor nunca se llama a sí mismo “censor”, pues “censura” es la primera palabra censurada, como nos advirtió Coetzee. Se llaman lectores de sensibilidad (sensitivity readers, en inglés), suelen pertenecer a minorías étnicas, religiosas, sexuales o sociales y se extienden por las editoriales anglosajonas. Agradezcámosles que reparen el libro como objeto de influencia social. Hacía décadas que nadie concedía tanta importancia a los escritores como para molestarse en un cribado tan sistemático. 

Todo parte de una premisa errónea: el autor forzosamente ignora cómo sienten y piensan los individuos de identidades distintas a la suya. Como también se asume que nuestras identidades son unívocas, en el mejor de los casos solo podría pertenecer a una: sus textos siempre necesitarían un expurgo. Esta idea niega a los escritores su principal cualidad: la imaginación. Pero además, de los muchos que conozco, y los que han escrito airados estos días, ninguno desprecia la importancia de documentarse sobre aquello que no conoce. Ese aspecto del trabajo literario se parece al periodístico, es divertido, y te hace aprender mientras viajas, escuchas y observas a gente de otras edades, experiencias y sensibilidades. 

Sin embargo, esa labor de documentación nace de la voluntad de rigor o credibilidad por parte del escritor. Cuando está motivado por el deseo de no ofender y procede de un agente externo, no puede llamarse sino censura previa. Habíamos conseguido erradicarla del Estado y ahora surge de la propia sociedad, lo cual revela la infatigable perplejidad que nos causa toda esa gente que no ve el mundo como nosotros, que suele ser la mayoría. 

La gran paradoja es que se lleva a cabo en nombre de la diversidad. Es un proyecto peligroso abolir el punto de vista del escritor. Podrá ser racista, homófobo o machista; podrá deslizar, incluso de forma inconsciente, una frase condescendiente con los discapacitados o poco comprensiva con las personas trans. No es obligatorio leernos, pero así somos los escritores, es ciertamente lamentable: gente con prejuicios, como todos los demás, algunos más que otros. El día que queden expurgados todos nuestros errores y se nos garanticen lecturas morales que no nos corrompan, ¿alguien estará tranquilo? Yo no. Me temo que las editoriales con sus regimientos de lectores sensibles, tampoco. Buscando aumentar su audiencia, habrán hundido su negocio. El censor, sí, porque su empeño no es vivir empuñando el lápiz rojo. 

La voluntad secreta de la censura ha sido siempre conquistar el alma de los escritores, quedarse a vivir en ella para asegurar que comprenden cómo deben ver las cosas. Solo entonces se retiran. Por eso no he borrado los primeros párrafos, porque la peor forma de censura es la autocensura. Danilo Kis, cuya familia murió en los campos de concentración nazis, escribió: “La batalla contra la autocensura es anónima, solitaria y sin testigos, y hace que el sujeto se sienta humillado y avergonzado por colaborar”. Al menos, librémosla a la luz.

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