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Madrid, el miedo y la liturgia

El presidente de la Mesa, Juan Trinidad, charla con la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso.

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El poder es naturalmente egoísta

B. De Jouvenal

Lo más grave, lo más profundo, lo más avasallador que envuelve los últimos acontecimientos vividos en nuestro país, y más en concreto en Madrid, no tiene que ver con quién ocupa el poder o a través de qué mecanismo, sino la demolición aberrante y sistemática de la liturgia democrática, única capaz de asegurarnos la preservación del fondo del sistema que todos nos hemos dado. Todo eso que están masacrando. Lo que algún día lloraremos los que somos conscientes. El rito formal que nos asegura la esencia y que no se contiene en una escaleta de televisión ni en una rueda de prensa ni en la estupidez líquida que defiende a gritos que lo que oíste o viste en el plasma tiene el valor fehaciente del cumplimiento de la norma.

La tensión en la Asamblea de Madrid fue tan grande el pasado miércoles que llegó a la agresividad de la amenaza. El miedo se llevó la liturgia democrática. Triste razón para los votantes. No hay ninguna duda de que a las 13 horas del miércoles 10 en la Asamblea de Madrid no había ningún conocimiento de un decreto de disolución, así lo estuvieran gritando al mundo en mil aparatos y así lo amplificaran las redes. En términos de rito democrático, el que importa, solo había silencio. Por ese motivo fueron admitidas las mociones de censura. Mal iríamos si nuestros representantes electos se dieran por disueltos por una escaleta de televisión. Solo pasadas las cuatro de la tarde alguien, un mero empleado, dejó sobre la mesa vacía de la secretaria general, que estaba en sesión de la Mesa de Portavoces, una fotocopia de un decreto que no entraría en vigor hasta el día siguiente, como su mismo texto proclamaba. Un papelito, un cromo, algo que ella como técnica consideró inoperante.

Sonaron las voces airadas de los representantes del PP, con el gran argumento de que si la Mesa del Parlamento no aceptaba la disolución retransmitida y sin soporte legal alguno, podían acabar en la cárcel. ¡Cuánto mal ha hecho la malhadada manipulación del procès! Tanto que el presidente, de Ciudadanos, llegó a creer que se podía estar jugando, con sus actos parlamentarios y constitucionales, que le emplumara un juez penal. El fantasma de Forcadell aventado por la derecha —y en ningún momento ella fue encausada por un acto parlamentario sino por la desobediencia a la ejecución de una sentencia del Constitucional—. ¡A la cárcel si no nos haces caso y aceptas que tu mandato del pueblo se extingue con una rueda de prensa! Juan Trinidad en la Mesa de la Asamblea no pensó en la inviolabilidad que le otorgan sus funciones. Se acojonó. Así que el jueves 11 adoptó una actitud absurda: apoyar la falta de efectividad del decreto de disolución, pedir su impugnación ante los tribunales y, a la vez, considerar disuelta la Asamblea de Madrid. De ahí la votación 4 a 3 que llevó al segundo disparate: que un órgano ya disuelto recurra su propia disolución por considerar que esta no se ha producido. Recuerden que el recurso lo presenta la Diputación Permanente, un órgano que solo existe cuando los parlamentos están disueltos.

Fue también Trinidad el que impidió que se mantuviera el pleno previsto para el jueves 11. En la Junta de Portavoces la izquierda mantuvo que el pleno debía celebrarse, era lo lógico, ya que el rito democrático dejaba claro que la Asamblea estaba viva. Al producirse la publicación efectiva del decreto de disolución el día 11, este ya había devenido ineficaz de modo sobrevenido, al estar en trámite las mociones de censura. Hubiera sido un pleno anómalo, sin los partidos de la derecha y sin la propia presidenta, pero hubiera escenificado el mantenimiento de los derechos parlamentarios que no son sino los derechos del pueblo. Nos quieren borrar de la cabeza la sacralidad del legislativo en un sistema definido como parlamentario. Es la función parlamentaria la que sostiene el edificio y, por tanto, la que prima. Los actos de la Mesa de la Asamblea de Madrid son actos parlamentarios, no actos administrativos, que gozan de inviolabilidad y que no están llamados a ser controlados por el poder judicial. Todo esto es lo que nos jugamos en esta aparente pataleta táctica en la que la mayoría del personal solo ve un partido de fútbol en el que se discute si el penalti se lo han hecho al otro equipo o al tuyo, cuando consideras que de tal hecho pende la final de copa. Eso es lo de menos, si somos serios. Es que ni siquiera es así. No hay ninguna seguridad de que en caso de primar la vigencia de las mociones estas prosperaran —Ciudadanos no ha dicho jamás que las apoyara— ni tampoco de que en caso de ir a elecciones arrasara Ayuso. Mucho relato y pocos hechos.

Van a llevarnos o no a las urnas los jueces, en una clara alteración de la liturgia democrática. Es grave y será la segunda vez en poco tiempo. Tenemos la constatación de que ya ninguno de los dos grupos de hooligans que se prodigan en el espacio público cree en este arbitraje judicial. Hasta aquí también hemos llegado. El pueblo ya se ha manifestado: el de derechas, seguro de que les dan la razón; el de izquierdas, convencido de que se la darán aunque no la llevan. No ayuda tampoco el que siendo conocida a priori la sección del TSJM encargada de estos asuntos y su composición, con jueces que han ganado su plaza por puro escalafón, haya decidido el presidente de la Sala de lo Contencioso, Juan Pedro Quintana, hacer uso de su prerrogativa —un invento también del PP— de entrar a presidir el tribunal de la sección que quiera. Quintana sí ha sido elegido con los votos de los vocales del CGPJ y sí es una apuesta indubitada de Lesmes. Hubiera sido mucho mejor que no se mezclara con los jueces predeterminados por la ley, pero ha querido hacerlo. Inocentemente, suponemos, como si no supiéramos por qué hay tanto empeño en designar a los presidentes de Sala. Me responderán que tal vez sea por la importancia del tema y yo les diré que por tal relevancia lo podía haber abocado a pleno.

El recurso presentado por la Diputación Permanente de la Asamblea recoge perfectamente el horario democrático, lleno de hechos jurídicos, que no debería dar lugar a interpretaciones. Cuando todo es interpretable la ley no sirve para nada, la inseguridad es total, la liturgia se quiebra. Nos queda también el mal sabor de boca de constatar que un parlamento democrático no ha sido capaz de defender su esencia. Habiendo dejado que un decreto del ejecutivo que consideraban ineficaz acabara con el mandato del pueblo, pretenden ahora que una orden de un tribunal conlleve el restablecimiento del mandato parlamentario. Solo con que Trinidad no se hubiera achantado por una amenaza imposible, todo hubiera sido distinto. La liturgia pisoteada por el miedo de uno, por la ambición partidista y el tacticismo de otros. Nadie gana, la democracia pierde y el pueblo con ella.

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