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Era la mejor selección, era la peor selección

Rubiales, a la derecha, junto a Jorge Vilda

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Los personajes de las novelas quedan definidos por sus gestos, como en la vida real: las personas somos más transparentes con ellos que con los discursos e incluso con las decisiones. Para una ficción sobre un personaje poderoso, machista, rijoso y repugnante, pensaría en sus palabras, pero siendo consciente de cómo estas pueden estar condicionadas por la presión social, la contención de un cargo institucional, o el puro oportunismo, buscaría un gesto. Un solo gesto en el que cristalizara un carácter y una época.

Sería un gesto que revelara una inseguridad profunda, la de ciertos varones blancos heterosexuales cuya identidad sienten amenazada por la pérdida de privilegios, porque se ven a solas con su talento. El personaje inseguro se mostraría, claro está, firme y determinado, como un general dando la orden de disparar. Descartaría cualquier señal de duda, cualquier mueca de empatía en su encontronazo con una mujer: ella lo mostraría desnudo en sus carencias. El macho ibérico cuando besa es que besa de verdad –se diría a sí mismo–, planto un beso indeleble porque me da la gana.

Sería un hombre poderoso, que habría alcanzado su nivel máximo de incompetencia. Por eso se vería empujado a dejar claro quién manda. Lo ubicaría en una tesitura amable, para que se viera que su machismo no era una reacción defensiva, sino pura autoafirmación. Sería óptima la situación de felicitar, pongamos por caso, a un equipo de mujeres deportistas que acaban de lograr una gran victoria, un triunfo único, global, histórico, legendario. Un éxito que correspondería en exclusiva a esas mujeres.

Pero claro, mi machista trataría de alzarse con parte de ese éxito, y su gesto serviría para enjugar su falta de compromiso con el desempeño de esas mujeres. No le haría abusar de su poder de forma burda a la vista de todos, por tanto, descartaría tocamientos en zonas erógenas del cuerpo de la mujer. La sutileza serviría también a los palafreneros de la prensa deportiva, que encontrarían un resquicio para defender lo indefendible.

Mi machista exhibiría simbólicamente su poder. Como él siente que la forma más masculina de poder –y por tanto más verdadera y genuina– es poseer esa victoria de las mujeres, el atajo obvio en su mente rijosa sería poseerlas a ellas. A todas no, resultaría excesivo y ya ha quedado explicada la necesidad de la sutileza. A una sólo.

A mi machista no le saldría un gesto de camaradería o de admiración por esa mujer. Nada de quitarse el sombrero, nada de modestia, ni una mueca, ante las campeonas. Más bien algo humillante. Ay, la humillación, qué potente recurso para mostrar una relación desigual bajo la capa del aparente cariño.

Entonces llegaría el momento clave en la descripción de mi machista rijoso. El sujeto, en el trance de felicitarla se detendría, la abrazaría, y a continuación le agarraría la cabeza con ambas manos, para que no se escapara. Y entonces la besaría, en los labios, pero no con el cariño de un novio, sino con el par de cojones de quien posee y besa lo que es suyo. Puede porque tiene poder.

Después escribiría cómo se siente ella en ese momento. No me sería difícil, todas nos hemos sentido así alguna vez desde que le ocurrió a Ana Ozores, La Regenta: “Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo”. Y el instinto le diría que no puede hacer nada, porque tiene interiorizada la indefensión aprendida: esa impotencia que todas las mujeres hemos sentido, no cuando un desconocido nos ha tocado el culo en el Metro, sino cuando un jefe nos ha acariciado el cuello babeando mientras nos sentábamos para una reunión.

Ahí estaría ella, la mujer de mi historia, triunfante, en la cumbre del éxito mundial, admirada por cientos de millones de personas, en el mayor éxito de su vida, en el momento más importante de su carrera deportiva… Y en medio del éxtasis, la piel de sapo: el recordatorio de que, con tu destreza y profesionalidad puedes escaparte de una rival para tirar a puerta, pero no puedes escaparte del hombre que manda en el fútbol. Eres la triunfadora, pero no dejas de ser nada más que una mujer: recuérdalo tú y recuérdalo a otras. Que cuando un hombre se apropia de tu cuerpo sin permiso, se apropia de tu éxito, para que recuerdes que no es tuyo del todo.

Era la mejor de las selecciones, era la peor de las selecciones. Como novelista haría que esa escena resumiera mi país entero, sumido en las paradojas del cambio. Lo mejor de la selección son ellas, las jugadoras y su lucha contra la adversidad, la falta de recursos y el machismo en todas sus formas. Ellas han mostrado a millones de niñas a no resignarse cuando alguien les dijera “este no es tu lugar” y también lo que aún queda por hacer. En esa misma escena, en ese país, está asimismo la peor selección, la del entrenador condescendiente y el presidente de federación que viene de otro siglo, el de la dominación y el privilegio. El fútbol como reservorio del abrótano macho llega hasta la escena en que las mujeres ganan, celebran y ocurre el encontronazo. El beso resume de dónde venimos con la misma claridad con que un simio se nos presenta como antepasado. Y también a dónde vamos: a ese futuro en el que mujeres y España significa ganar. Se frota una la boca con Sanytol y sigue. Adelante pues, señoras, tienen ustedes nuestro más profundo respeto.

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