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ENSAYO GENERAL Opinión

No entiendo la pregunta

'Blondi', el debut de Dolores Fonzi como directora.

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En Blondi, la ópera prima de Dolores Fonzi —que ella también protagoniza—, una madre se levanta la noche después de una fiesta que su hijo hizo en su casa; la despierta una serie frenética de timbreos. Quien toca es otra madre, la de una amiga de su hijo, desesperada porque su hija no atiende el teléfono. Le pregunta a Blondi (Fonzi) si su hijaestá en su casa. Blondi no sabe, y no quiere molestar a su hijo que se acostó muy tarde, pero atenta a la preocupación de la mujer —aunque sin compartirla— va al cuarto a fijarse. “Cata, está tu vieja, vamos”, le dice a la chica al verla. “Ah sí, está acá”, le informa Blondi desde el balcón a la madre que sigue abajo. “¿Y vos no sabías que había una chica durmiendo en tu casa?”, le espeta la madre, en un tono claramente de juicio. “Disculpame, no entiendo la pregunta”, contesta Blondi, tranquilísima pero seria.

Es difícil encontrar en Blondi escenas que ilustren las preguntas que la película desliza sobre la maternidad, ante todo, porque Blondi no ilustra: no es una película de tesis, y esto en el mejor de los sentidos, sobre todo porque no necesitamos más tesis sobre la maternidad, más apologías de las “malas madres” o planteos sobre qué sería ser una buena madre. Blondi es una película de personajes, y por eso es raro encontrar escenas que los pinten de cuerpo entero: la película los va construyendo de a poco, sumando capas y tonos a la manera de sedimentos sobre una plataforma submarina. De esa misma forma va haciéndose algunos planteos densos, pero es tan orgánica y fluida la película que es fácil perdérselos. A la manera de muchos grandes creadores (y sobre todo, diría, de grandes actrices/directoras mujeres como Greta Gerwig, Olivia Wilde o, un poco más atrás en el tiempo, Monica Vitti), Fonzi y su coguionista Laura Paredes tiran la piedra y esconden la mano cuando se trata de los interrogantes sobre la vida, el amor, la femineidad y el poder; así y todo, me saltó esta escena de la conversación entre las dos madres, casi como un manifiesto secreto.

“No entiendo la pregunta”, dice Blondi, y en esa frase se cifra todo. Blondi, que fue madre adolescente —y no por abnegada o sacrificada: el tema del aborto no está elidido en la película— y tiene con su hijo una relación de mucha complicidad y amor, no se angustia por el juicio de la otra madre, pero ni siquiera se defiende del todo; sencillamente se declara orgullosamente por fuera de esa competencia moral y exitista por ser la más paranoica, la más responsable, la más dedicada. Ese gesto es mucho más contracultural que proponer una idea “alternativa” de la maternidad; decir no entiendo, no sé, no hablo tu idioma. 

En su libro La tiranía de la elección, la filósofa Renata Salecl se pregunta si este mundo en el que cada vez tenemos más opciones para todo, y así la obligación de elegir cada vez más cosas, es efectivamente un mundo más libre. A primera vista, el planteo puede parecer o demasiado retrógrado o demasiado posmoderno: por supuesto, dice el liberalismo más clásico, que tener más opciones es ser más libre. Mientras lo revisaba esta semana en paralelo a Blondi recordaba una anécdota que una amiga me contó sobre otra amiga de ella, que nació y vive en Suecia. Parece que antes los suecos iban básicamente al proveedor médico que les tocaba, y que hace relativamente poco, por una reforma del sistema de seguros, les toca elegir en una cartilla como hemos hecho siempre los argentinos con obra social. La amiga sueca de mi amiga estaba escandalizada: decía que ahora la gente empezaba a competir por quién tenía el dato de “el mejor médico”, que ella no tenía tiempo ni ganas de dedicarse a juntar información y decidir cuál era “el mejor médico”, que prefería que lo eligieran por ella como había sido siempre y ya. Este bellísimo white people problem (o desarme del estado de bienestar people problem) me pareció excelente para ilustrar el modo en que la elección también esclaviza. Lo interesante en el planteo de Salecl es que la subjetividad que prima en estas sociedades de la elección, dice ella, no es la de quienes hacen las cosas bien o sienten satisfacción al hacer las cosas bien —todo indica que esa gente no existe: casi nadie cree que está haciendo las cosas bien, e incluso sería visto como autocomplaciente y haragán pensarlo—, sino la de quienes se quejan y sufren y gozan neuróticamente de sentir que nunca satisfacen esos estándares. Salecl es de formación continental y psicoanalítica: sabe que estos yugos que ejercen sobre nosotros las creencias hegemónicas no funcionan si no desarrollamos relaciones libidinales con ellas.

El libro de Salecl es de 2010, algo anterior a la explosión de las momfluencers en redes sociales, pero es imposible leerlo hoy y no pensar en las miles de familias de clase media alta que visitan diez colegios primarios antes de reservar una vacante para sus hijos, como si tuvieran que vengarse de sus padres por mandarlos sin pensar mucho al que quedaba más cerca —o como si eso hubiera salido tan mal—. Vuelvo seguido a este libro y siempre me pregunto cuál es el afuera de este mundo que describe Salecl, cuál sería la salida. Salecl es clara: dedicarle menos tiempo y menos atención a esos imperativos del buen vivir del liberalismo contemporáneo, y más a construir proyectos colectivos y afectos genuinos. Viendo Blondi, la película sobre una mujer que fue madre adolescente, tiene un trabajo rutinario y fuma porro todo el día, me pareció que estaba dibujada esa alternativa. Una madre que no propone ni defiende su modelo amistoso y desparpajado, que no juzga a las que no los comparten porque no tiene espacio en su subjetividad para esa competencia; una madre que tampoco hace una apología de “vivir su propia vida” —y de hecho, a veces parece vivir demasiado dedicada a su hijo a pesar de lo que podría parecerles a las demás—; una madre que sorprende e ilumina por el modo en que dirige su atención a construir vínculos afectivos y estar disponible para ellos como pueda, tanto con su hijo como son su propia madre y su hermana (una Carla Peterson brillante), que representa el culto a esposa y la madre burguesas y el modo en que esa supuesta perfección puede estallar por los aires. Una madre que no está ni a favor ni en contra de las decisiones de las otras y sus neurosis obsesivas: sencillamente, no entiende la pregunta.

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