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No lo llames buen tiempo

Dos personas descansan al sol el pasado jueves, con temperaturas inusualmente altas para la época del año, según la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet). EFE/Biel Aliño

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Veintitantos grados y solecito siendo enero es horrible, es lo peor. Pasear en manga corta, comer al aire libre, echar el domingo en la playa y hasta darte un remojón, siendo enero, son desgracias que no le deseo ni a mi peor enemigo. Salir por la mañana temprano sin bufanda ni guantes, quitar el edredón gordo, levantarte por la noche al baño y que la taza del váter no esté helada, siendo enero, qué desastre. No lo llaméis buen tiempo, por favor, es un tiempo espantoso, ojalá pase pronto y vuelvan los cero grados, las nieblas y el culo helado al orinar por la noche.

Perdón por la broma, pero por si no fuera ya difícil tomar conciencia del cambio climático, convertirlo en prioridad, y actuar o exigir que actúen quienes tienen más responsabilidad, además es contraintuitivo: nos regala buen tiempo en invierno, lo que toda la vida hemos llamado buen tiempo por mucho que el hombre del tiempo nos diga, mientras canta las temperaturas y enseña los mapas llenos de soles, que no, que hay que llamarlo mal tiempo. Si el cambio climático no nos cabe en la cabeza pues, siguiendo el análisis pesimista de Daniel Kahneman, los seres humanos somos incapaces de pensarlo -y por tanto actuar- debido a sus características; que en pleno mes de enero andemos de terracitas no ayuda tampoco mucho. Dan ganas de hacerse negacionista y disfrutar sin culpa el buen mal tiempo, o el mal buen tiempo.

Es verdad que en verano nos asaremos, y que encadenaremos media docena o más de olas de calor de mayo a octubre. Pero nuestra memoria climática es débil, el calor sufrido se nos olvida de un año para otro, y hacemos todo lo posible por adaptarnos: hogares mejor climatizados, más potencia de aire acondicionado, vacaciones en el norte, adaptar horarios laborales, y refugios climáticos quien no pueda pagárselo, que en la crisis climática por supuesto también hay desigualdad.

Que no haya acabado enero y ya hayamos batido decenas de récords históricos de temperatura en todo el país es una mala noticia que recibimos sentados al sol. Que se rocen los treinta grados en el Mediterráneo durante el mes más frío del año es una muy mala noticia que leemos en el parque o el paseo marítimo, paseándonos a cuerpo. Que Canarias declare por primera vez en un mes de enero la prealerta por incendios, o que en Navacerrada no bajen de diez grados por la noche, son pésimas noticias que comentamos en la terraza.

Que venimos de dos años consecutivos extremadamente cálidos. Que nos estamos quedando sin invierno, con las consecuencias que tiene sobre los ecosistemas y la agricultura. Que acabaré escribiendo el mismo artículo cada invierno, como una tradición más. Que ya hay quien vaticina que este verano caerán los cincuenta grados en alguna localidad. Que la crisis climática, como recordó esta semana pasada la ministra de Sanidad, es cada vez más una crisis de salud pública, que agrava la salud de los más vulnerables y deja miles de muertos al año. Que nos vamos a comer con patatas el turismo, la industria nacional -incluida la ampliación del aeropuerto de Barajas-, pues pronto no habrá quien venga a España en verano, con calor insoportable, sequía y el mar como una sopa de medusas. Y que la única respuesta de verdad contundente hasta ahora es la criminalización del activismo climático, equiparado a terrorismo.

Todo lo anterior es cierto, y también que estos días soleados y cálidos de enero nos ponen de buen humor, nos compensan de otros malestares, nos gustaría que no acabasen. Aunque sepamos que no es buen tiempo. Aunque sepamos que es urgente actuar.

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