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¿Se puede parar a la derecha?

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, y la secretaria general, Cuca Gamarra, en una imagen de archivo

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Como cabe excluir que la dirección del PP se haya vuelto loca, su estrategia de radicalización del debate político solo puede responder a dos motivos: uno, a que crean, con el apoyo de expertos, que esa táctica les va dar la victoria porque la mayoría de la opinión pública está también radicalizada; dos, a que no tengan más remedio que optar por esa vía porque de lo contrario se verían desplazados por competidores directos. Solo las urnas pueden dar luz a esa disyuntiva y las elecciones municipales y autonómicas de mayo pueden ser un primer aclaramiento al respecto.

De aquí a entonces es muy improbable que haya cambios en la actitud de la oposición. Golpeará al Gobierno un día y otro con toda la fuerza que sea capaz de aunar, incluso inventándose argumentos o mintiendo descaradamente como viene haciendo con frecuencia en los últimos tiempos. Que nadie espere que desde dentro del PP puedan surgir voces discrepantes con ese planteamiento. Las habría, porque hay unos cuantos cuadros que no comparten la línea oficial, pero nadie se va a atrever a moverse: desde los tiempos de Aznar su partido es monolítico, no acepta dudas ni interpretaciones que no sean las que vienen de arriba.

Las encuestas que se vienen publicando no ayudan mucho a entender los motivos de la actitud de Núñez Feijoo y los suyos. Porque no está clara la solvencia y la imparcialidad de buena parte de ellas -seguramente el denostado CIS es el más creíble entre los expertos- y porque tampoco los resultados que la mayoría proporciona transmiten un mensaje contundente. Sí, parece que las iniciativas del Gobierno respecto a los condenados por el procés han provocado un descenso de la intención del voto al PSOE y un paralelo crecimiento -muy reducido en ambos casos- de las expectativas del PP. Aunque también, y eso puede ser relevante, una ligera mejora de las posiciones de Vox.

En definitiva, que la cosa está apretada pero no hay ningún indicio de que la táctica de la dureza de Feijóo y los suyos esté dando frutos incontestables. Porque no está dicho que, de aquí a unos meses, seis u ocho, no pocos de los ciudadanos a los que hoy les parece intolerable que el Gobierno haya suprimido el delito de sedición o reformado el de malversación estén más interesados en otros aspectos de la dinámica política y que su enfado no condicione tanto su voto. Pedro Sánchez apuesta claramente a que eso sea lo que ocurra. Otra cosa es que lo consiga. Sobre todo, si la suerte de Puigdemont y de Junqueras se enreda en los tribunales, tal y como parecen pretender algunos jueces. Porque la batalla por la victoria electoral se libra en muchos frentes.

Pero aunque las encuestas no sean tajantes, sí son lo suficientemente claras como para que el PP mantenga su línea de dureza. Tal vez sea eso lo que pretendan sus autores. Pero, ¿a qué responde de verdad el radicalismo de un Núñez Feijóo del que hasta hace nada se decía que era un moderado? ¿A que él y los suyos han intuido que se ha producido un cambio sustancial en la actitud de una parte mayoritaria del electorado o a otros motivos?

Cabe alguna duda de que ese sea un motivo fundamental. Porque la impresión, a ojo de buen cubero o en virtud de algunos estudios cualitativos, pocos, por cierto, es que el estado de la opinión es muy similar al que existía hace un año o dos. Que no ha habido tal radicalización salvo en momentos muy puntuales y posiblemente pasajeros y que, al tiempo, la política anticrisis y de apoyo a los más necesitados que el Gobierno vienen aplicando está generando simpatías: la reducción, casi hasta el cero, de votantes potenciales del PSOE que en los últimos meses decían optar ahora por el PP podría confirmarlo.

Como consecuencia de lo anterior, cabría concluir que el principal motivo de la radicalización, hasta ahora solo verbal, del principal partido de la derecha tiene dos nombres: Santiago Abascal, líder de Vox e Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid. Feijóo ha debido llegar a la conclusión de que un enfrentamiento con  ambos sobre la base de una propuesta moderada no tiene futuro y que por el momento es mejor sumarse a su carro demagógico y ultra.

Es una decisión arriesgada. Porque hace perder su tradicional perfil al PP: el fichaje de algún asesor suelto no cambia eso, sobre todo si al tiempo que se ficha al moderado Borja Sémper se hace lo propio con el quasi xenófobo Xavier García Albiol. Porque no está claro que ese intento de parecerse a Vox o a Díaz Ayuso vaya a reducir las posibilidades de estos. Y porque condiciona extraordinariamente sus opciones futuras. En concreto, las alianzas que el PP tendría que acordar para hacerse con el poder.

Lo que ocurra tras las municipales y autonómicas marcará el camino en ese contexto. Porque el PP no tendrá ya a Ciudadanos para evitar el abrazo con la ultraderecha como hace cuatro años. Y sin pactar con Vox se quedará sin unas cuantas ciudades y alguna comunidad. El problema es que esos pactos pueden alejar del PP a no pocos electores de cara a las generales. Gobernar con Vox no es plato de buen gusto para una parte del electorado conservador. Y Núñez Feijóo sabe que es una utopía una victoria que le exima de acuerdos con otras fuerzas.

Es verdad que la derecha empieza a dar miedo. Porque parece dispuesta a todo. Incluso hay quien ha dicho en estos días que en más de un dirigente del PP podría haber pensado en seguir el camino de Donald Trump y de Jair Bolsonaro y rechazar en su día el veredicto de las urnas. Es pronto para saberlo, pero hay que recordar que hasta hace poco el PP repetía que el gobierno de Sánchez es ilegítimo.

Pero empieza a estar claro que detrás de los exabruptos de la derecha no hay mucho contenido. Y sí mucha improvisación y falta de solidez política. Y a no ser que una parte de la opinión pública se radicalice al calor de las arengas del PP y de Vox en los próximos meses, esas debilidades pueden tener consecuencias. 

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