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El poder y la ley

La infanta Cristina y su esposo, Iñaki Urdangarín. / Efe

Francisco Jurado Gilabert

“Ustedes deben hacer todo lo que ellos digan; pero no hagan lo que ellos hacen [...]”. Este fragmento pertenece al Evangelio según Mateo, que pone estas palabras en boca del mismo Jesús, refiriéndose a las reglas de conducta y convivencia que imponían los fariseos a la población. Paradójicamente, siglos más tarde, cuando el catolicismo y sus oficiales se convirtieron en movimiento hegemónico, esa misma frase les ha sido achacada: “Haced lo que yo os diga, pero no lo que yo haga”, ponía mi madre siempre en boca de un representante hipotético de la Iglesia.

No es la componente religiosa la más importante a la hora de dar validez al enunciado. Esta frase la podría utilizar cualquier persona que ostentase el suficiente poder como para disponer qué es lo que un grupo de gente debe o no debe hacer. Es una frase digna de cualquier legislador. El problema de cualquier persona con poder para legislar es que, en teoría, debería ella misma estar sujeta a éste. Dar ejemplo, que se dice, porque si los súbditos ven cómo los amos se saltan su propia ley a la torera, se corre el riesgo de que, también en esto, los tengan por modelos a imitar.

Hacía referencia Foucault a un personaje histórico de la Inglaterra industrial, el obispo Watson, que se dirigía a los ricos en estos términos: “Os pido que sigáis las leyes aun cuando no hayan sido hechas para vosotros, porque así al menos se podrá controlar y vigilar a las clases más pobres”.

Hoy en día, en los contemporáneos “Estados Democráticos y de Derecho”, sucede prácticamente lo mismo. Contamos con un extensísimo catálogo de normas, sanciones, prohibiciones, penas o multas, todas ellas destinadas a reglar los comportamientos, sociales o individuales. De la asimilación e interiorización de estas normas, de que se perciban como buenas y necesarias, depende su éxito. La ley no es ley si no cuenta con una legitimidad social que se extiende, por ende, a las personas que se encargan de elaborarla, sancionarla y publicarla. Por descontado, este sistema legal de control debe estar dirigido a todos por igual. De ahí que, en nuestra Constitución, el artículo 14 explicite que los españoles y españolas somos iguales ante la ley, por ejemplo.

Pero este sistema legal de control, como todos a lo largo de la historia, no deja de ser incómodo de cumplir para el propio poder que lo elabora, sanciona y publica. ¿De qué sirve ser rico y poderoso si tienes que comportarte como el resto de los mortales?

Por ello, como se viene haciendo de toda la vida, es el propio poder el que diseña vías y mecanismos para excusarse del cumplimiento de sus propias leyes. Esto lo comprobamos en el terreno de la Administración, en su ordenamiento jurídico propio, el Derecho Administrativo, cuando somos víctimas de determinadas prerrogativas, como el silencio administrativo. O en el procedimiento sancionador, cuando la Administración se comporta como testigo, juez y parte.

Estas ventajas provocan una asimetría jurídica manifiesta entre una persona común y corriente y el mamotreto administrativo de turno al que se deba enfrentar. Ésta es una de las razones por las que Gallardón ha decidido eliminar las faltas penales y transformarlas en sanciones administrativas en la #LeyAnti15M (no se pierdan el artículo al respecto de @TenienteKafee).

Además, la Administración juega con una ventaja psicológica, consistente en la asimilación que, de manera inconsciente, hacemos entre lo público y la gente, entre lo público y lo común. Algo que, al menos en lo dialéctico, ni siquiera la izquierda ha sido capaz de superar. Lo público, en su base jurídica, se establece sobre derechos de propiedad, gestión o disposición centralizados en pocas manos, utilizando la burocracia, la representación y la departamentalización como diques, como barreras a la entrada. Eso no es lo común.

Por otra parte, el poder tiene una fuerte relación con la corrupción. Como he dicho antes, la arbitrariedad y el libre albedrío son golosinas que no están al alcance de todo el mundo, y un poderoso no es realmente poderoso si no tiene la sensación (y muchas veces la seguridad) de que puede distinguirse de “la masa” y hacer lo que le dé la gana. Por eso, en una época de fuerte expansión de los códigos penales, es necesario fabricarse vías de escape que les permitan burlar los códigos de conducta, sentirse inmunes e inviolables, a pesar de no ser el rey. Aquí es donde entran tristes ejemplos a los que, por desgracia, nos estamos acostumbrando.

Que la Fiscalía haga de abogada defensora de los ricos y poderosos no es ninguna sorpresa. Lo estamos viendo con Blesa, con Rato, con la infanta... . Que los delitos de guante blanco (#MarcaFabra, podríamos llamarlos) prescriban y caduquen alegremente, no es casualidad, es puro diseño. Prácticas judiciales como la doctrina Botín nunca serán tan cacareadas por los grandes medios como “su prima la Parot”. Si una condena a un consejero delegado de un banco le impide seguir dirigiéndolo, se cambia la ley y aquí no pasa nada. Y si no hay otro modo de escapar, se le pide al Ministro de Justicia un favor en forma de indulto et voilá, se va uno de rositas. Porque, a pesar de lo que digan, siempre hubo clases y esas clases las delimita el poder.

No crean en sus palabras, ni en sus leyes, ni en sus instituciones, ni en sus órganos. Es todo mentira. Se lo dice un jurista.

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