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A Puigdemont no le quedan calcetines limpios

Carles Puigdemont.
9 de agosto de 2024 22:26 h

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Nota del autor -por si hiciera falta-: esto es, evidentemente, un relato de ficción. Estoy bastante seguro de que el ex president de la Generalitat lleva siempre consigo un buen par de calcetines secos y limpios

Con un botellín de agua en la mano y un pitillo de Chesterfield en la otra, Carles Puigdemont aguarda de pie en un oscuro rincón, encaramado a una pilastra en la vereda del camino mientras la luz pasa a través de sus lentes en ráfagas incoloras. No sabe fumar y se pregunta si este es un buen momento para empezar; quizá sea el mejor momento de todos, quizá porque la urgencia por sentirse vivo suele ser mayor que las ganas de arrepentirse y él nunca fue de los que piden permiso; tampoco es de los que se disculpan.

Apenas queda luz en el cielo y un chirrido de maquinaria solapa por instantes el rugido lejano de los automóviles que se entremezcla con ladridos de perro tras las verjas de las casas, difuminándose como un hilo de voz al fondo del valle. Están seguros de que no se han perdido; están seguros, pero no tanto. El mapa de carreteras de Michelin que había en la guantera no era tan útil como cabría esperar. Un hombre aguarda junto al coche con gesto serio; no es su primera vez. Su silencio solo se ve superado por sus pensamientos, que se le agolpan entre las sienes y aceleran su pulso. El petardeo de un tubo de escape suena como un disparo en el aire y el zumbido de una mosca le recuerda al traqueteo de un dron. Todo parece mucho más serio de lo que es; es más probable que todo se venga abajo por un par de guardias civiles apareciendo en el momento menos esperado o la mirada indiscreta de un dependiente de gasolinera; quién sabe si es suscriptor de Alvise.. Todo es mucho más probable que cualquier cosa que pueda pensar, pero debe estar atento a todo y tener bien amarrado el número del abogado, por lo que pueda pasar.

Ha pasado un rato desde que Turull y el otro tipo se alejaron para hacer unas llamadas, y Carles comienza a impacientarse, a pivotar sobre su cuello y sus tobillos esperando ver unas luces azules que resuelvan su destino como el que ve llegar un tsunami. Le tiemblan las piernas, pero no está nervioso. Es víctima de una afección tan común que la mayoría lo consideraría algo trivial; Puigdemont necesita un baño. Ya tuvieron que parar al salir de Barcelona y discutir los pormenores del asunto resulta demasiado escatológico hasta para un hombre como él, acostumbrado a decir cualquier cosa en la televisión nacional. Los encargados de su seguridad le aconsejaron no bajar del coche bajo ninguna circunstancia y el president no quiere reprimendas, solo entrar al lavabo y como Tarradellas entonar el ja soc aquí. Nunca hay certezas suficientes para apaciguar a un paranoico, y sus acompañantes lo son; su trabajo es serlo.

En ese momento solo es un tipo con un problema estomacal, una orden de búsqueda y sin calcetines limpios que no puede pensar en todos los que cayeron antes que él por la causa, a veces ignorando que la causa no era salvarle el pellejo y a veces recordando que todo es por su culpa y gracias a él al mismo tiempo. Momentos en los que duele más un retortijón que una causa judicial.

La urgencia llama, ruge, reclama y cada minuto es más largo que el anterior. Un despiste puede ser fatal y una llamada puede provocar que los últimos siete años hayan sido en vano. Tiene entonces que tomar una decisión y poner en marcha un protocolo improvisado: uno de sus acompañantes entraría a la gasolinera, comprobaría si hay mucha actividad y después pediría las llaves del baño. Hoy nada es la primera vez para nadie. Yo le aconsejaría aguantar, al menos hasta cruzar la frontera, dice uno de los que le acompañan, cuando por fin se atreve a exponer la situación. El destino de un país en el esfínter de un solo hombre.  

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