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Repensar el trabajo

EFE/Mariscal

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Si hay algo que caracteriza a las personas es su relación con la supervivencia vehiculada a través del trabajo. Pero, la evolución económica y social ha ido haciendo casi anacrónica la conexión directa trabajo-supervivencia. Son muy pocos los que viven con lo que ellos mismos producen. Con el progresivo avance de la industrialización, lo que fue predominando es el trabajo como acceso al salario. Un trabajo que se fue alejando del hogar para concentrarse en lugares pensados específicamente para desempeñar labores productivas. El trabajo como sistema de acceso a recursos que nos permiten vivir ha ido quedando asumido como algo natural. No discutimos que para vivir hay que trabajar. Lo que discutimos es si falta trabajo, si es fácil acceder al mismo, si nos gusta hacer lo que nos ofrecen, o sobre cualquier otro requisito.

Como bien señalaba Karl Polanyi, una de las bases mismas de la economía de mercado es la sustracción del trabajo de la esfera social, colectiva, y su conversión en algo privado, totalmente subordinado a la lógica mercantil. Esa privatización del trabajo se ha ido acentuando en los últimos años, al diversificarse de manera extrema el tipo de tareas a desarrollar, individualizando al máximo labores que antes formaban parte de categorías más amplias. A veces es complicado diferenciar la crítica a la propia idea que subyace en determinados trabajos de la crítica al trabajador que lo despliega, lo que es evidentemente distinto. Todo ello ha ido erosionando la mirada política y social sobre el mundo del trabajo, lo que también explica la propia crisis de los sindicatos como expresión organizada de los trabajadores en su conjunto. 

El trabajo está asimismo rodeado de una aura ética y moral. Hay que trabajar. El trabajo se ha ido convirtiendo en la base del crecimiento individual, de la realización personal, del reconocimiento social y del estatus que cada uno ha sido capaz de construir. Que el trabajo tiene valor, nadie lo pone en duda. Pero lo cierto es que en muchos casos la sensación de creatividad, que es innegable en toda labor, no tiene por qué pasar forzosamente por el trabajo que finalmente haces para poder subsistir.

El Informe España 2050, presentado hace unos meses, expresa con claridad los retos existentes en la esfera laboral. Lo que queda claro, por un lado, es el aumento de la heterogeneidad de situaciones, contratos y tipologías en las relaciones de trabajo. Pero, por otro lado, se subraya la necesidad de aumentar la tasa de empleo, cuando, al mismo tiempo, mostramos cifras récord en desempleo de larga duración y en desempleo juvenil. No se escatiman tampoco argumentos a la necesidad de mejorar las condiciones de trabajo y la relación entre empleo y formación. Las comparaciones que allí encontramos con países como Italia, Francia, Alemania o Suecia, ponen de relieve que trabajamos más horas y dedicamos más tiempo a las comidas que nadie, aunque a cambio durmamos menos. Sin que de ese balance se desprenda que nuestra productividad aumente pese a las horas dedicadas al trabajo. Los datos apuntan asimismo que un 15% está insatisfecho con su trabajo, que casi una tercera parte no aprende nada en ese desempeño y que además en esa misma proporción entienden que sufren estrés laboral. Si sumamos todo ello no es extraño que más de la mitad de las personas ocupadas en España no trabajarían si no necesitasen el empleo para vivir, cuando, en el otro extremo, tres de cada cuatro daneses u holandeses si lo harían.

Nada de lo que llevamos diciendo es del todo nuevo. En medio de esa gran revolución en las condiciones de trabajo, lo que ha ido generando un cierto ruido es por una parte la propuesta de reducción de la semana laboral a cuatro días, y por otra parte la rápida intensificación, vía pandemia, del teletrabajo. Sin duda las etapas de confinamiento han propiciado, al menos para una buena parte de los asalariados, que se diera una cierta prueba piloto de lo que implica modificar algo visto hasta entonces como “natural”. Desplazarse al trabajo como obligación diaria y rutinaria, para pasar allí una jornada laboral completa. La pandemia ha propiciado que la gente se interrogue sobre un equilibrio mejor entre vida y trabajo, mientras permitía que algunos pudieran asimismo cuestionarse si era mejor trabajar desde casa o acudir al centro correspondiente.

La reducción de las horas de trabajo ha sido una constante entre las reivindicaciones laborales, aunque últimamente se ha insistido más en la mejora de las condiciones de trabajo que en su reducción. Los cambios tecnológicos, la constante intromisión de las redes y de los mensajes, ha ido situando el llamado “derecho a la desconexión” como un elemento importante en el replanteamiento de las dinámicas laborales. Pero, por otro lado, hay quienes necesitan trabajar más, ya que sus salarios no les permiten sobrevivir dignamente. Resulta difícil desde lógicas tradicionales agrupar perspectivas tan distintas, que surgen de posiciones también muy diversificadas entre asalariados de muy diversa condición.

Lo cierto es que la reducción de las horas de trabajo fue en su momento una reivindicación muy potente que sirvió para unificar posiciones muy diversificadas, tradiciones sindicales distintas, elementos raciales o de género diferenciados, etc. La reducción a las 32 o 35 horas en la actualidad, concretada en esa semana laboral de cuatro días, debería poder responder a una realidad laboral tremendamente diversificada, tanto en condiciones de trabajo y salario, como en lugares o tareas a desarrollar. Más bien lo que vemos es que las demandas van por barrios, ya que hay quienes aceptarían reducir la semana a cuatro días si ello no supone merma salarial, mientras otros necesitan trabajar más para poder responder a sus deseos y necesidades. 

Cada vez será más difícil establecer parámetros generales y homogéneos a un escenario laboral crecientemente diversificado. No deberíamos confundir igualdad con homogeneidad, y, en cambio, sí persistir en mejorar igualmente las condiciones de trabajo a situaciones que necesariamente serán cada vez más diversificadas. Y lo serán probablemente no solo porque el mercado apunte a ello, sino porque los propios trabajadores busquen fórmulas de conexión salarial distinta. De ahí la importancia de construir zócalos de derechos laborales básicos (como el salario mínimo o la regulación de la jornada laboral) que impidan que aumente la fragilidad de aquellos que menos capacidades tienen para defender sus condiciones vitales esenciales.

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