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Por qué resisten Donald Trump y otros ultras

Donald Trump, celebrando los resultados del Supermartes.

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Las primarias estadounidenses acaban de reforzar un más que probable enfrentamiento a finales de año entre Donald Trump y Joe Biden. Son las mismas personas que se enfrentaron en 2020 en las elecciones presidenciales que sirvieron para desalojar del poder al excéntrico Trump, convertido ya entonces en una caricatura de sí mismo, pero con plena capacidad para movilizar a casi 73 millones de electores (el 47% del censo). Desde entonces el republicano ha ido sorteando procesos legales a cuenta de varios escándalos, el mayor de los cuales fue su implicación en el asalto al Capitolio a comienzos de 2021 y que fue considerado por la comisión que lo investigó como “la culminación de un intento de golpe de Estado”. Con todo, esta misma semana el Tribunal Supremo ha sentenciado que Trump puede presentarse a las elecciones pese a las acusaciones que pesan sobre él. 

Aunque todavía quedan bastantes meses, las encuestas señalan que la victoria más probable es la de Trump. El candidato republicano se ha ido alejando de los dirigentes de su propio partido, especialmente de aquellos más moderados, pero su fuerza entre sus votantes es incontestable. El discurso radicalizado de Trump cala con mucha fuerza entre las filas republicanas y, por lo que se intuye, también en la sociedad estadounidense. Por el contrario, el candidato demócrata ha perdido atractivo entre sus votantes y la parte progresista del país, entre otras cosas por su posición respecto al genocidio que está cometiendo Israel en Gaza. Queda tiempo, sí, pero las cosas no pintan bien.

Son muchas las causas que pueden ayudar a entender por qué un personaje como Donald Trump llegó por primera vez a la Casa Blanca y por qué, a pesar de todas las turbulencias posteriores, sigue despertando esa pasión entre los votantes estadounidenses. No obstante, interesa observar que uno de los vectores de su discurso, sobre el que hace cada vez más hincapié, es el de las posiciones anti-inmigración. Deslizándose sin pudor hacia posiciones claramente racistas, las cuales acompañaron gran parte de las prácticas en frontera durante su mandato, Trump acaba de comparar a las personas sin papeles con Hannibal Lecter, un personaje de ficción que es un asesino en serie. Al referirse a estos inmigrantes, Trump dijo que eran “gente dura, en muchos casos procedentes de celdas, prisiones e instituciones de salud mental”. Y hace unos meses Trump dijo también, literalmente, que los inmigrantes estaban “envenenando la sangre de América”. 

Este discurso de Trump sobre inmigración es tristemente conocido en la historia de la humanidad, y aunque se traslada mediante nuevos formatos sigue teniendo mucha capacidad de penetrar en la sociedad. Actualmente más del 42% de los estadounidenses considera que los inmigrantes drenan recursos nacionales, frente a un 32% que considera que eso es falso. Hace solo cuatro años los porcentajes estaban invertidos, y un 30% estaba de acuerdo con dicha afirmación frente a un 46% que estaba en contra. Trump está cosechando y sembrando al mismo tiempo.

La capacidad de construcción de identidad y de ideología a través de los discursos es algo que está sobradamente demostrado. Los partidos políticos, y sus líderes, no sólo recogen sentir popular, sino que también lo fabrican. En verano de 2018 se disparó en España la preocupación por la inmigración, según recogen los barómetros del CIS. Aquel hecho coincidió con una disputa política entre el PP de Pablo Casado y Ciudadanos de Albert Rivera. Ambos competían por la hegemonía de la derecha, y para ello se empeñaron en ser quienes decían la mayor barbaridad sobre inmigración, presentándose ante la opinión pública como los que protegerían a España de la invasión de los inmigrantes. Ambos viajaron varias veces en pocas semanas a Melilla, como si aquello fuera la primera línea de alguna guerra. El resultado fue que la preocupación por la inmigración creció… y a los pocos meses emergió Vox, que vehiculó mucho mejor ese mismo discurso.

Más allá de las tácticas electorales de corto plazo de algunos partidos, la extrema derecha pensante –la que se organiza en think tanks y otras instituciones generosamente financiadas, y que piensan a largo plazo– sabe que la migración internacional es en el siglo XXI un tema central de debate. Por ese mismo motivo, la extrema derecha europea está centrando muchas energías en este punto específico. No se trata solo de ganar simpatías entre los sectores reaccionarios, sino que en la medida que avanza cierto sentido común respecto a las preocupaciones por la inmigración, grandes sectores de la clase media e incluso progresista se ven interpelados. Y si no, analícese la postura anti-inmigración de muchos partidos socialistas y de la izquierda radical del Este de Europa; en algunos casos indistinguible por completo del programa de la extrema derecha. 

La emigración de nuestros días es consecuencia de las guerras y del cambio climático, y ambos son fenómenos interrelacionados. Las disputas geopolíticas por los territorios muchas veces encubren lo que es una batalla por recursos naturales escasos, y no pocas veces culminan en estallidos de enorme violencia. Además, el calentamiento global está provocando que muchas zonas de nuestro mundo sean cada vez menos habitables, lo que promueve el desplazamiento masivo de personas en búsqueda de otros lugares donde poder, sencillamente, vivir. Se trata no sólo de fenómenos climáticos extremos, como inundaciones o sequías, cada vez más recurrentes y peor gestionadas por gobiernos sin recursos financieros, sino también de la incapacidad de los ecosistemas para adaptarse a temperaturas tan elevadas en tan poco tiempo. El nicho climático para los seres humanos se encuentra en las regiones donde la temperatura media se sitúa entre los 13 y los 25 grados, pues fuera de esas temperaturas hace demasiado frío o demasiado calor y ello conlleva enormes dificultades para que la vida prospere. En suma, el calentamiento global y la crisis ecosocial está ya expulsando a millones de personas desde sus países de origen. 

En sociología, la tradición que viene del pensador alemán Max Weber habla de cierre social o acaparamiento de oportunidades para referirse a aquellos casos en los que ciertos grupos sociales establecen barreras de entrada para proteger sus condiciones de vida frente a terceros. En realidad, el concepto estaba pensado para el mundo del mercado de trabajo, pero es perfectamente aplicable a lo que nuestras sociedades europeas están haciendo a gran escala en temas migratorios. Al fin y al cabo, la sucesión de muros, vallas, prisiones-flotantes, barreras administrativas, coerción y criminalización, entre otros ejemplos puestos en marcha por los países ricos, responde precisamente a ese mismo objetivo: restringir el acceso a los de fuera mientras se sigue inoculando el miedo a los de dentro. El mensaje es sencillo de entender: ante la crisis ecosocial que expresa escasez de recursos, energía y territorio viable, la solución no es compartir sino restringir. 

Ese es el contexto geopolítico que nos toca vivir y disputar. La extrema derecha está logrando éxitos muy notables, tanto electorales como culturales, en esta batalla. Las encuestas para las próximas elecciones europeas muestran, por ejemplo, que los principales ganadores serán los partidos con discursos anti-inmigración y xenófobos. A finales de año podríamos tener una Europa infectada de gobiernos ultras, y con Estados Unidos presidido por otro. Estas cosas no son simples accidentes electorales. Y una ventaja que tiene la extrema derecha, en este punto, es que cuenta desde hace décadas con centros de creación y difusión de pensamiento con el que se adelantan a los escenarios sociopolíticos. Porque una cosa es negar el cambio climático y otra cosa es ser estúpido. Y la extrema derecha es muchas cosas, la mayoría infames, pero no es estúpida.

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