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En San Valentín hay que querer a los ex

Manifestación en Madrid con motivo del Día Internacional de la Mujer el 8 de marzo / Gaelx (Archivo)

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Tantos años celebrando San Valentín y de pronto pensé quién sería este tipo y qué habría hecho por el amor. En realidad, es algo que debe preguntarse cualquiera de nosotros. Quien más quien menos ha contribuido de un modo u otro al amor en el mundo. Algo muy notable sería prometer en una campaña electoral que la gente no se encontraría nunca a su ex, descubrir a continuación que los ex van mucho al médico y ponerte a cerrar las urgencias extrahospitalarias y colapsar la atención primaria para cumplir tu promesa. Todo sea por el amor. Ya lo dijo Pedro Salinas: el dolor es “la última forma de amar”, por eso nos duele la Sanidad, y si los síntomas persisten en junio, habrá que llamarlo masoquismo. 

Pero un ex no solo es un argumento de campaña, también es un producto que puedes facturar, como nos explicó Shakira sin dejar de lograr la admiración de sus fans y consagrarse como inesperada feminista. Permitir llorar a los hombres es una liberación que les hemos regalado mientras hacíamos la nuestra. Pero librarles de esa autorrepresión para tiranizarnos a nosotras mismas, diciendo que las mujeres realmente molonas no lloran, es mal negocio. 

Shakira ha hecho mucho por ese fenómeno característico de nuestro tiempo que Byung Chul-Han ha conceptualizado tan bien: la autoexplotación. Me temo que, como en el caso de ella, pronto será motivo de orgullo popular el ponerte a producir como loca nada más divorciarte. La verdad, no soy partidaria. Hace años oí a un director de periódico afirmar sobre uno de sus hombres de confianza, recién separado, lo siguiente: cuando os separáis trabajáis como cabrones, jo, jo, jo. El resto del equipo de confianza se rio también jo, jo, jo, pero en realidad comprendieron cuánto les quería. No mucho. Y a uno mismo hay que quererse más de lo que lo hacen los jefes, no menos.

Como decía he investigado someramente los méritos del tal Valentín para convertirse en protector del amor. Resulta que no fue un tipo sino tres, lo cual me recordó también a mi santa trinidad de ex, que los tengo numerados por orden de aparición: ex, ex bis, ex ter.

Dos de los tres Valentines de Roma fueron obispos, y eso reviste menor interés, pero el tercero fue médico. El buen hombre se hizo sacerdote para poder casar a los soldados, que lo tenían prohibido por considerarse incompatible la vida amorosa con la profesión bélica. Fíjense hasta donde hunde sus raíces la convicción de que si no pierdes el tiempo con el amor, eres más productivo: matas más enemigos o escribes más crónicas, lo que toque. Al final el emperador Claudio II el Gótico, haciendo honor a su apelativo gore, lo mandó decapitar (cosa que nunca hizo mi ex director de periódico, debo decirlo en su descargo). 

La Iglesia católica prohibió celebrar San Valentín en 1969, todo según Wikipedia. Y entonces empezó el auge, es que les crecen los enanos. Se ha convertido en un tópico afirmar que San Valentín es una fiesta del consumo y puag. Lo es, pero hay mucho más. 

Celebramos cada vez más el amor porque le atribuimos todo: la felicidad más plena y la más verdadera. Por eso depositamos nuestras expectativas vitales en ello, haciéndolas tan elevadas que se nos está yendo de las manos. Hombres y mujeres buscamos un amor que nos quiera, nos cuide, nos divierta (también en la cama), comparta nuestros valores, esté de buen ver y tenga una actitud positiva ante la vida. Que le gusten nuestra familia y nuestros amigos, que le interese nuestro trabajo y nos apoye, que sea brillante en su profesión, pero concilie todos los días en el súper, el parque y a la hora del baño. Queremos que nos haga compañía y nos acepte como somos, con nuestro pack de defectos incluidos. Y por supuesto, como iremos cambiando a lo largo de la vida, no sólo tiene que comprender nuestra evolución, sino transformarse también y en el mismo sentido para que todos los requisitos sigan cumpliéndose… 

Buf, ¿no le estamos pidiendo demasiado a una simple y pequeña persona que ni siquiera sabe, como ninguno de nosotros, ni por qué narices está en el mundo? Exactamente le estamos pidiendo lo de Dios. El filósofo Simon May tiene escrito que el sentido de la vida que antes encontrábamos en lo divino ahora se lo atribuimos al amor. Se oye a todas horas: si hemos amado bien y hemos sido bien amados, nuestras vidas habrán valido la pena… ¿No es demasiado? Muerta la religión, desaparecidos los grandes relatos, las grandes utopías, sólo el amor puede darnos un sentido de trascendencia. 

No creo que en ninguna otra época la humanidad haya depositado tantas y tan altas expectativas en las relaciones de pareja, aunque mi somera investigación no me da para afirmarlo categóricamente. Lo que sí sé es que este peso no hay ser humano que lo soporte. Por eso nos divorciamos tanto y hoy quiero recordar a los ex: todos ellos –sumados al titular vigente, siempre el más querido- nos han dado lo más parecido a una pareja perfecta que se puede tener; han extraído de nosotros lo más parecido a una pareja perfecta que se puede ser, pero sobre todo nos han incorporado a la categoría sublime del amor como lifelong learning: ser un ex. Ahí es nada. Y quién sabe. Quizá si todos confesamos en un San Valentín como hoy que amamos a nuestros ex, y no nos importa toparnos con ellos, Ayuso deja de desmantelar la Sanidad. 

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