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Savater

El filósofo Fernando Savater.

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No me cabía la menor duda de que Fernando Savater estaría en contra, rabiosamente en contra, de la amnistía a los implicados en la intentona separatista catalana de 2017. Sin embargo, no podía imaginarme que en el sótano de su ignominia moral y política cupieran nuevas plantas. Como la que excavó el pasado sábado, en su columna en El País, al asociar esta posible medida de gracia con los abusos sexuales de niños y adolescentes cometidos en las últimas décadas por miembros de la Iglesia católica española. Estos abusos no le quitan el sueño, precisó. Más grave le parece la amnistía.

El lunes, en el mismo periódico, el escritor Alejandro Palomas le expresó a Savater el asco, el profundo asco, que le produce este último desvarío. Savater, escribió, “se burla de su propia maldad” al arrojar sobre las víctimas de la pederastia las sospechas de oportunismo, exageración y hasta mentira. “La infancia”, añadió, “no es un pasado remoto cuando has sido un niño violado”. Palomas fue uno de ellos.

Envejecer físicamente es natural; yo mismo me levanto todos los días con achaques que no tenía hace diez o quince años. Pero envejecer hasta la artrosis de las ideas y los sentimientos no es tan ineluctable. Así lo expresó el sabio Benjamín Franklin: “No dejamos de jugar porque nos hacemos viejos, nos hacemos viejos porque dejamos de jugar”. Savater dejó de jugar hacer ya unos cuantos lustros.

No discuto que la edad vaya empujando hacia el conservadurismo. Resulta explicable. La nostalgia de la propia juventud puede hacer pensar que lo de ayer fue siempre mejor. La disminución de las fuerzas genera resistencias a lo nuevo. Se tienen, además, más cosas que perder que en los años mozos: estatus, propiedades, contactos… Y, claro, el campo conservador está mejor retribuido. Más premios literarios, más conferencias en universidades privadas, más apariciones en medios de comunicación, más invitaciones a saraos palaciegos.

Pero entre los escritores y los intelectuales hay muchas excepciones a esta deriva. Gente que mantiene hasta el final una lucidez y una rebeldía coherentes con toda una vida y toda una obra. Ahí sigue el estadounidense Noam Chomsky, que, a sus 94 años, nos ofrece comentarios sobre la guerra de Ucrania repletos de sutilezas sobre sus causas y consecuencias, y que, por supuesto, se indigna como un chaval ante los crímenes de guerra cometidos por Israel en Gaza. Ahí tuvimos hasta no hace tanto al francés Stéphane Hessel y al español José Luis Sampedro.

Acepto, en todo caso, que la gente pueda cambiar, que haya sido inconformista a sus veinte años y se haya resignado a partir de la llegada de los hijos, las canas y las letras de la hipoteca. Lo que me irrita como una muestra supina de deshonestidad es que algunos se nieguen a asumir esta evolución. Que determinados intelectuales carpetovetónicos se empeñen en seguir proclamándose progresistas cuando ya hace tiempo que empezaron a correr por la banda de la derecha, incluso de la extrema derecha. Señores míos, se han hecho asustadizos ante el cambio, admítanlo.

Ignacio Sánchez-Cuenca ya los puso en su sitio en el libro 'La desfachatez intelectual' (Catarata. 2026). Denunciaba que gente como Savater, Félix de Azúa, Andrés Trapiello o Vargas Llosa pontifiquen en sus artículos sobre todo lo divino y lo humano con la misma ignorancia de los datos y la misma petulancia que un cuñado borracho en la cena de Nochebuena. Y desde el mismo punto de vista: siempre reaccionario. Jamás protestaron por los daños humanos causados por la especulación financiera e inmobiliaria. Nunca despotricaron de los desahucios. No escribieron una sola línea contra el agravamiento de las desigualdades sociales y económicas. Miraron para otro lado cuando el rey Juan Carlos fue sorprendido cazando elefantes en África junto a su amante, una y otra cosa a cargo de los contribuyentes. Ni tampoco cuando al poco se conoció su febril actividad de comisionista internacional.  

Algunos de ellos hasta se han inventado la falaz coartada de la llamada Tercera España. Una Tercera España que tan solo dispara contra una de las otras dos. Contra la que perdió la Guerra Civil: la liberal, la republicana, la progresista, la libertaria, la marxista, la federalista, la periférica, la de García Lorca y Antonio Machado. Estas vacas sagradas siempre tienen el arma cargada para acribillar al PSOE cuando se mueve hacia la izquierda, a Podemos y Sumar por el hecho de su mera existencia, al Gobierno de coalición progresista y, por supuestísimo, a los nacionalistas vascos y catalanes.

Están tan ensoberbecidos que ni se dan cuenta de que sus críticas al nacionalismo jamás incluyen al españolista, al de la bandera rojigualda hasta en los gayumbos, el grito garrulo de A por ellos y, ahora, la consigna incívica de Sánchez a prisión. Ah, no, eso no es nacionalismo. Eso es el amor a la patria.

Me apena mucho el caso de Savater. Fue muy importante intelectualmente en mi juventud. Cuando elogiaba la incombustible rebeldía de Bakunin en su reseña en Triunfo de la Confesión al zar Nicolás I. Cuando aplaudía que en aquel texto de un Bakunin encarcelado por el autócrata ruso se deslizara “un incontenible júbilo revolucionario, por el que se asoma inconteniblemente la fiesta insurreccional”. Y cuando, en La infancia recuperada, reivindicaba la irreverencia del proscrito Guillermo Brown y el cariño de Jim Hawkins por el pirata John Silver en La Isla del Tesoro Era un Savater libertario, un Savater que ampliaba horizontes. Ahora los estrecha: la patria española, la ley y la Constitución vigentes, los puros y los toros.

Savater podría haber sido el Voltaire de la España contemporánea, pero no lo fue. Voltaire siguió siendo Voltaire hasta el final. Ya muy mayor, se enfrentó valientemente a los jueces de su país en el llamado affaire Calas, en defensa de la tolerancia política, ideológica y religiosa. Pero Savater, en un momento dado, quizá durante su enfrentamiento con la brutalidad de ETA, arrojó la toalla. Dejó de reír y se convirtió en un cascarrabias que reclama más policía, más jueces, más condenas.

Tan solo le faltaba echarle un capote a la pederastia en la Iglesia católica. Al antiguo ácrata que denostaba a los poderes le parecen ahora peccata minuta los abusos sexuales del más viejo de todos los poderes existentes en nuestro país. Y nos lo cuenta, como subraya Alejandro Palomas, tan contento, con “chascarrillos de café, copa, puro y amiguetes de sobremesa tardía”. Tardía, muy tardía.

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