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Secretos, mentiras y cintas de audio

El expresidente del Gobierno Felipe González.
28 de marzo de 2021 21:22 h

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Hace unas pocas semanas hemos podido escuchar públicamente unas grabaciones escalofriantes en las que altos cargos del CESID y la Guardia Civil hablan de los terribles asesinatos y torturas a las que sometieron a Mikel Zabalza, José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala. Se nos dice que la justicia ya disponía de esas grabaciones y/o sus transcripciones, pero solo ha sido ahora cuando la ciudadanía ha podido escucharlas.

Resulta también que hace unos meses se conoció, a través de un medio de comunicación, un documento basado en un informe de la CIA de 1984 sobre los GAL, en el que se habría recogido que “Felipe González ha acordado la creación de un grupo de mercenarios para combatir fuera de la ley a terroristas”. Lo que, de entrada, causa cuando menos enorme perplejidad, pues se trata de informaciones relativas a España, aquí secretas todavía.

Y es que, como ya sabemos, toda esta parte de nuestra reciente historia y de otra algo más lejana sigue oculta bajo siete llaves merced a la Ley 9/1968, sobre Secretos Oficiales, que, en esencia, prevé que podrán ser declaradas “materias clasificadas” “los asuntos, actos, documentos, informaciones, datos y objetos cuyo conocimiento por personas no autorizadas pueda dañar o poner en riesgo la seguridad y defensa del Estado”. Materias cuya calificación puede ser, según la norma, de “secretas” o “reservadas”, lo que queda en manos del Consejo de Ministros y de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Y ello, sin que se prevea en dicha ley una desclasificación automática por el paso del tiempo, sino que su cancelación solo podrá ser decidida por el órgano que hizo la respectiva declaración, sin que tampoco se contemplen razones tasadas que puedan obligar a ello.

O sea, secretos oficiales eternos. Debe, sin duda, de tratarse de secretos sobre hechos extraordinariamente graves cuando se considera que podrían no desclasificarse nunca so pena de arriesgar la seguridad y la defensa del Estado, ni siquiera varias décadas después de ocurrir los hechos de los que se trate.

Pero esta regulación puede tener un final. El pasado junio de 2020 el Congreso de los Diputados aprobó la toma en consideración de la proposición de ley de reforma de la Ley sobre Secretos Oficiales, presentada por el Grupo Parlamentario Vasco (EAJ-PNV), lo que este grupo ya había intentado varias veces desde 2016. Esta reforma consistiría, básicamente, en asumir la existencia de secretos de Estado o materias reservadas en algunos temas, pero sin sacrificar los derechos de la ciudadanía a conocer tales materias en un momento determinado. Y ello, sobre la base de que estos secretos oficiales estén sometidos a un plazo de vigencia tasado de 25 años para las materias calificadas como secretas, con posibilidad de prórroga excepcional de 10 años más, y de 10 años para las reservadas. Terminaría así, de aprobarse definitivamente esta reforma legal, la posibilidad de mantener secretos eternos.

Yo, particularmente, no entiendo aceptable que los poderes públicos actúen en nombre de la ciudadanía y puedan ocultar algunas de sus actuaciones, siquiera por un tiempo limitado. No puedo, como principio, asumir que mi conocimiento de la realidad pueda poner en riesgo la seguridad y la defensa del Estado. Pero, en todo caso, lo que es absolutamente inadmisible es la existencia de materias hurtadas por siempre al conocimiento de la ciudadanía. Esto no ocurre en ningún Estado democrático de nuestro entorno sociopolítico, pues se prevén en la mayoría plazos, más o menos largos, transcurridos los cuales se produce una desclasificación automática de las materias y de los documentos e informaciones a ellas vinculados.

La Ley de Secretos Oficiales data, como ya he dicho, de 1968 –no se olvide este dato– y fue reformada ligeramente en el año 1978 –tampoco se olvide esta fecha–, tiempos ya muy lejanos, no solo cronológicamente, sino mayormente desde el punto de vista de la profundización en la democracia. Una reforma seria de esta ley –o una nueva norma– es imprescindible para situarnos en el siglo XXI y poder conocer nuestra historia, incluso la más negra, y el papel de las instituciones en gravísimos hechos de todo tipo.

Levantar esas siete llaves y permitir la desclasificación automática de todas las materias por el paso del tiempo contribuirá, sin duda, al estudio de la historia, a la confianza –o no– de la ciudadanía en las instituciones, pero, en todo caso, con base en el conocimiento cabal de los hechos, no en la ocultación de los mismos. Porque, ¿dónde estaría el peligro para la seguridad del Estado, transcurridos esos plazos? ¿O se siente más seguro el Estado con una falsa e indocumentada confianza ciudadana?. ¿Y qué hay de las imprescindibles seguridad y tranquilidad de las personas sobre la legitimidad del Estado en todas sus actuaciones? ¿No tenemos derecho a conocer que, en ocasiones, con base en la supuesta defensa de nuestros derechos, el Estado, a través de algunas de sus instituciones, ha podido cometer de manera totalmente ilegítima crímenes espantosos que sigue tratando de ocultar?

Y, entretanto, ¿qué ocurre con las investigaciones judiciales de muy graves hechos delictivos y la denegación a los tribunales del acceso a documentos calificados como secretos o reservados? Es claro, en mi opinión, que la ciudadanía se sentirá infinitamente más segura si tiene la certeza de que en el marco de una investigación judicial se podrán conocer, sin dificultad, todos esos datos.

Es claro que, una vez se tramite y apruebe definitivamente la reforma de esta ley en los términos planteados, si se reúne la mayoría parlamentaria necesaria, se producirá una desclasificación automática de miles de documentos y datos, al haber transcurrido ya los nuevos plazos de vigencia de la reserva o el secreto.

¿No nos dará ello la seguridad que ahora no nos proporciona la ignorancia? Yo, personalmente, me sentiré más segura y más consciente de la realidad. Un Estado que conoce que al cabo de unos años todas sus actuaciones van a ser públicas será, sin duda, un Estado más controlado y, por tanto, más seguro.

El secreto eterno es la mentira eterna. La mentira eterna es la impunidad, también eterna. Y la impunidad eterna solo proporciona seguridad a quien se vale de las instituciones y mecanismos del Estado para vulnerar los derechos humanos más básicos de la ciudadanía.

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