El Tribunal Constitucional se salta la Constitución

Profesor de Derecho Constitucional y exletrado del Tribunal Constitucional —

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En España, de pronto, vuelve a ser revolucionario el artículo 17 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, redactado casi doscientos cincuenta años atrás. Dice algo tan básico y tan evidente como que “toda sociedad en la cual la garantía de derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución”. La separación de poderes es el mecanismo que evita que ningún poder se vuelva tiránico. Garantiza la independencia del poder judicial, pero también la autonomía e inviolabilidad del Parlamento. En definitiva, se trata de que cada poder se limite a ejercer las competencias que le corresponden y no invada las de los demás.

Desde ayer, en España, eso es casi una utopía. Y lo es por culpa, precisamente, del encargado de velar por el buen funcionamiento de los poderes del Estado: el Tribunal Constitucional.

En una decisión jurídicamente inexplicable y carente de fundamento legal se ha excedido de todas sus funciones invadiendo el terreno propio de las Cortes Generales, que representan al pueblo español. Lo peor de todo es que ha montado toda esta insurrección institucional para impedir, precisamente, que se cumpla la Constitución y se renueve a tiempo el mandato caducado de sus propios magistrados.

Hace tiempo que los partidos decidieron nombrar para el alto tribunal a magistrados-soldado en vez de los juristas de reconocida competencia que exigen nuestras normas. Aprovechando la decisión constituyente de dotar al máximo órgano de garantías de legitimación democrática indirecta lo convirtieron en una mera extensión suya, dispuesta a cualquier tropelía si le conviene a sus intereses tacticistas. Lo hizo con descaro el Partido Popular y han vuelto a hacerlo ahora los socialistas nombrando nada menos que a su anterior ministro de justicia. Pero las instrucciones partidistas nunca habían alcanzado los límites de deterioro institucional que sufrimos ayer.

El Tribunal Constitucional ha vulnerado la letra y el espíritu de la Constitución. Se ha saltado su propia ley y un buen número de normas procesales. Ha traicionado al Estado de Derecho y la separación de poderes. Y lo ha hecho sólo por mantener unos meses más el control del Partido Popular sobre la institución.

La excusa ha sido el recurso de amparo interpuesto por un grupo de diputados populares que alegaban que un vicio de forma al discutir una enmienda les había lesionado sus derechos como parlamentarios. Aunque estos diputados pudieran tener razón en cuanto al fondo de la cuestión, su recurso ha sido una simple excusa para lanzar a los magistrados-soldados del Partido Popular a frenar a la mayoría parlamentaria que los derrotó en las urnas.

Los populares no tienen mayoría en el Congreso, pero tampoco les hace falta si la tienen en el constitucional. El Tribunal ha adoptado una medida cautelar imposible: una vez que el procedimiento en el Congreso había concluido, cualquier violación de derechos de los congresistas recurrentes debe considerarse consumada, por lo que no es posible medida cautelar alguna. En el Senado sólo están en juego los derechos de los senadores, por lo que paralizar el procedimiento a estas alturas es como ordenar al Rey que no firme la ley una vez aprobada. Esta flagrante violación de las normas procesales no les ha parecido relevante a unos magistrados que pocas horas antes participaron en una votación para decidir si se aceptaba su recusación. Todo sea para evitar la renovación del Tribunal Constitucional y tener que dejar sus cargos.

La decisión de ayer ha cambiado materialmente nuestra Constitución. Las Cortes Generales ya no son inviolables, aunque lo diga el art. 66 de la Constitución. Y da igual que representen o no al pueblo, porque si no conviene no se las deja debatir lo que quieran. Y el Tribunal Constitucional, que no debe someterse a sus propias normas como establece el art. 166, ahora es competente para intervenir en cualquier fase de cualquier procedimiento ya no se limita a las competencias que le asigna el texto constitucional.

Los magistrados-soldado del Partido Popular han dinamitado el Estado de Derecho. Para seguir controlando el aparato estatal pese a su derrota en las urnas han subvertido las leyes. Es un problema tremendo pero irresoluble jurídicamente, puesto que esto lo hace precisamente el órgano que está en la cúspide de nuestro sistema y sobre el que no puede mandar ningún otro.

Se trata, además, de un desafío tramposo. Al mismo el Gobierno no puede responder con sus mismas armas, so pena de ser acusado de golpista y entrar en una espiral que puede provocar el derrumbamiento de todo nuestro entramado institucional en poco tiempo. Hay, pues que ser inteligentes y mantener la serenidad. Al chantaje de seis magistrados innobles que pervierten su función hay que responder con las armas de la democracia. Con el más escrupuloso respeto al Estado de Derecho, pero con la determinación de impedir que la voluntad de unos pocos vuelva irrelevante el veredicto de las urnas.

España es una democracia pese al atentado contra el imperio de la Ley perpetrado por los partidos de derecha y sus togas sumisas. Como tal hay que combatirlo. Denunciando el ataque a la Constitución, pero respetando las formas y los procedimientos, que es justo lo que nuestros más altos jueces ya no hacen. España aún tiene un órgano llamado Tribunal Constitucional pero no sabemos si aún tiene Constitución.

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