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Odio España
Desde que tengo uso de razón me ha costado amar España. Cuando era niña, mi noción de “España” era la pequeña sociedad a la que me veía expuesta en mi día a día. Por diversas razones, no fue una grata experiencia. Nunca he sido el tipo de persona, y mucho menos el tipo de mujer, que iba a tener un mínimo de éxito social. Luego llegó la pubertad. Cuando eres adolescente, tienes la necesidad de conocer y decidir quién eres y cuál es tu lugar en el mundo. Muchas veces nos definimos frente a opuestos; y ese fue el camino que tomé cuando quise entender qué sentía por mi país. La decisión fue fácil: España me daba igual, no sentía que fuera el prototipo de persona española, no tenía lugar en esta sociedad –cómo me iba a sentir identificada con una sociedad que tenía por bandera el “de bueno eres tonto”. Me sentía española porque era donde había nacido y el idioma que hablaba, pero para mí tenía la misma importancia que afirmar “tengo lunares, así que supongo que soy una persona con lunares”. Y entonces hicimos un intercambio con un instituto alemán. Fue la primera vez que me sentí española; no entendía ni encajaba con la cultura alemana. Una vez más, me definí frente a un opuesto.
Ya dejé atrás la adolescencia hace tiempo, pero sigo buscando una respuesta a cuál es mi lugar en este país y qué siento por él. No es fácil, puesto que mi mundo ya no es tan simple y diminuto como cuando tenía diez años. No obstante, acabé encontrando una solución que me daba cierta paz: para mí, España no era una bandera, no era un gobierno, sino la tierra, esos paisajes desérticos, esos campos de cultivo que se expanden hasta el horizonte, todas las montañas y cordilleras y bosques. España era todo eso que echaba de menos cuando vivía por un tiempo en otro país. Los políticos obsesionados por el poder, los que de verdad lo querían hacer bien y erraban, todo el odio que nos tenemos los unos a los otros en este país... No quería relacionar nada de eso con mi concepto de España, porque sabía que acabaría odiando el país en el que, al menos, quería vivir durante mi jubilación.
Pero mi estrategia se ha ido al garete. Me mudé de nuevo a España en marzo (fecha que ya tenía planeada antes de que ninguno viéramos venir la pandemia, vaya casualidad). Echaba de menos España, echaba de menos la facilidad de hablar mi lengua materna. Aunque, debo decir que, sobre todo, echaba de menos las terrazas, irme de tapas con los amigos. Menuda ironía, ahora cada vez que voy a una terraza siento una mezcla de desesperación e impotencia a la que ya no estaba acostumbrada. No había repetido tantas veces “odio este país” desde que se aprobó la llamada Ley Mordaza. Ya no me vale ese mantra de que mi España es la tierra.
¿Por qué vuelvo a odiar España? Porque me importa. Nunca he sacado la bandera al balcón, el himno me es indiferente, la única utilidad que le veo actualmente a la Corona es que es lo único estable en un país que se cae a pedazos, soy partidaria de un referéndum democrático en Catalunya, veo el valor de la Transición y de la Constitución del 78 pero también soy consciente de que en algún momento tendrá que haber una renovación democrática, me parece inaudito que todavía no haya habido una reparación por los crímenes del franquismo. Muchos me tacharían de enemiga de España. Y, sin embargo, se me parte el corazón cuando veo que tenemos los peores datos de caída del PIB de Europa, cuando pienso en las condiciones en que ha tenido que trabajar el personal sanitario, en todas las personas que han perdido el trabajo. Y en todas las personas que han perdido la vida.
Echo la vista atrás y recuerdo los días de cuarentena, cuando salíamos a las 8 a aplaudir a los sanitarios y los artículos en que diversos periodistas, sociólogos, etc., se preguntaban qué íbamos a aprender de la pandemia, si íbamos a salir de esta crisis como una versión mejorada de nosotros mismos. Unos pocos se atrevieron a decir lo que muchos temíamos y que, finalmente, se ha cumplido: no hemos aprendido nada. Si alguien tiene dudas, que se pasee por la calle con más bares de su ciudad y cuente la gente que mantiene la mascarilla puesta (tapando la nariz también, ¡sí!) cuando no bebe ni come. De todas maneras, no quiero caer en la falacia de que lo que vemos a nuestro alrededor (o lo que leemos en nuestro feed de Twitter) es una representación fiel de la sociedad; pero para eso tenemos los datos: actualmente somos el país europeo con más contagios por cada 100.000 habitantes.
Es tan poco lo que nos piden, ¡tan poco! Ponernos la mascarilla (cosa que, ahora que hemos dejado atrás las olas de calor, es incluso más fácil) y disminuir nuestros contactos sociales. Pero, aun así, parece que es mucho pedir. Me pregunto si es posible que todos los muertos y todos los meses encerrados en casa nos hayan traumatizado tanto que no somos capaces de sobreponernos y unirnos y hacer unos sacrificios por el bien común, o si ya éramos así de inconscientes. Si gracias a que tú te pongas la mascarilla, los hospitales no se van a colapsar de nuevo y el personal sanitario no va a tener que revivir esa pesadilla, ¿qué nos cuesta? ¿Acaso no somos lo suficientemente responsables, maduros y adultos para ver que nuestras acciones tienen consecuencias para el resto? Nunca estuvo tan claro que lo que uno hace afecta a todos.
Nunca pensamos que algo así nos podía pasar a nosotros; las catástrofes, las guerras, la pobreza extrema, etc., eran problemas de otros. Si estamos insensibilizados a todas las muertes en el Mediterráneo de personas huyendo de la guerra y de grupos terroristas, cómo nos va a importar que aquí la gente pierda su trabajo. Eso sí, que el dinero europeo fluya. Estoy de acuerdo en que la primera ola nos pilló de improviso, pero para lo que está ocurriendo ahora teníamos que haber estado preparados. Pero qué se le puede pedir a la sociedad, cuando los políticos no son capaces de invertir en sanidad y educación públicas y consideran que menos de 200 rastreadores son suficientes para 6,6 millones de madrileños.
Por eso odio España. Porque sé que podría ser un país mejor, que, si todos nos uniéramos, podríamos salir de esta en mejores condiciones, con menos contagios, menos muertos. Y sí, me importa mucho este país, y siento mucha pena, impotencia y desesperación al ver que optamos por la ignorancia cuando algo nos da miedo. Hasta que no prioricemos el conocimiento, la fuerza de voluntad, la solidaridad y la colaboración, todas las pandemias nos van a pillar desprevenidos. Pero no te pongas la mascarilla, sal de fiesta sin distancia social y haz como si la vida fuera igual que antes de marzo del 2020, porque taparse los ojos ante los problemas es la mejor receta para solucionarlos.
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