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Carta segunda: Nací adulta y moriré niña

28 de enero de 2018

Hace meses que estoy obsesionada con una imagen de la escritora portuguesa Agustina Bessa-Luís. Es en realidad un fotograma del documental sobre ella Nasci adulta e morrerei criança, algo así como “nací adulta y moriré niña”. Esta escritora infinita, que está cerca de cumplir cien años, aparece, en primer plano, en una especie de butaca. Detrás de ella, hay un árbol inmenso.

Las ramas parecen que también pertenecen al cuerpo de la mujer. Como si ramas y cuerpo compartiesen la misma anatomía. La imagen también tiene una luz especial, como si fuese una especie de idioma universal para definir la palabra casa.

Ayer, mi padre me contó una historia preciosa que no conocía. Y tiene que ver con una mujer y un árbol. Mi tatarabuela Pepa conocía muy bien todos los alcornoques y encinas de su tierra y, cuando supo que le quedaban pocos años de vida, ella ya no podía caminar ni valerse por sí misma, pidió que la llevaran en una especie de sillón a ver el alcornoque más viejo y más bonito que tenía. Ese año le sacaban el corcho, e intuía, de alguna manera, que ni ella ni el árbol sobrevivirían para ver la próxima saca.

Es curioso este lenguaje de manías y palabras que vamos tejiendo y haciendo poco a poco nuestras. Desde el verano, cada vez que voy a la casa de mis abuelos, hago fotos y grabo al limonero del patio. No sé todavía con qué sentido ni para qué, pero me encanta hacerlo. Mi padre dice que es un limonero cualquiera, pero me gusta inventar una narrativa en torno a sus ramas y sus pequeños habitantes.

Hoy, en su arriate, ya había violetas. A mi abuela Teresa le encantaban. Las hemos cortado y las hemos dejado en agua, en el violetero de plata que tenía en el salón para ellas. Así, la casa se ha quedado hoy menos sola.

Carta tercera: Desmontar lo que es obvio

28 de enero de 2018