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Sobre este blog

Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.

Cis-gender trouble

Ilustración Cis-gender trouble
9 de febrero de 2022 06:01 h

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No es que no me haya planteado nunca nada sobre mi identidad o mi expresión de género, lo he hecho desde que tengo uso de razón y casi a mis 30, lo continúo haciendo. En ningún caso me refiero a que haya sentido, reflexionado o pensado alguna vez que mi género no coincide con el que se me asignó al nacer, aquel famoso género biológico. Me refiero a que arrastro una larga cadena de cavilaciones acerca de la etiqueta con la que mejor me identifico: hombre. Y utilizo «mejor» ya que no es ideal; y eso lo he siempre sabido. Sin embargo, nací a principios de los 90, millennial, y crecí en un binarismo apoteósico, con pasillos de coches y Action Man paralelos a los de Barbies y cocinitas de plástico, con la pista de fútbol separada por un gran abismo del arenal donde horneábamos pastelitos amasados con agua, tierra y mucho amor. Son muchas las veces que he sentido cierto rechazo a la etiqueta hombre, básicamente porque creciendo nunca me he (han) considerado lo «suficientemente» hombre. Tengo rasgos «femeninos», me expreso con gestos y manerismos «exagerados», mi voz es aguda y un poco «estridente», además llevo el pelo largo y soy un poco barbilampiño.

Con la introducción obligatoria de la mascarilla, hay una situación que se ha ido repitiendo una y otra vez: me han «confundido» con una mujer en tiendas, bares y restaurantes. He vivido lo que en el mundo angloparlante se denomina misgendering, referirse a una persona con los pronombres o formas de tratamiento equivocados respecto al género. Este término se asocia principalmente a identidades de género disidentes, trans y no binarias. Esta confusión nunca, o casi nunca, me ha enfadado demasiado, pienso que es el fruto de una supuesta masculinidad tóxica o misoginia interiorizada. De hecho, podría incluso decir que con los años he sabido disfrutar y valorar mis atributos «femeninos».

Ejemplos. Una vez entré en una mercería de Sants y sorprendí a la dependienta cotilleando al teléfono con la que intuyo era una amiga, colgó rápidamente con un: “Ai, et deixo, que m’acaba d’ entrar una noia”. Te dejo que acaba de entrar una chica. Otro día, esperando con una amiga delante un restaurante del Raval, el camarero nos dio la bienvenida diciendo: “Hola chicas, queréis dentro o fuera... fuera estáis más tranquilas, ¿no?”. Hace poco, leía sentado en la sala de espera del centro médico, totalmente solo, y el médico salió a buscar desesperadamente un tal Gonzalo inexistente, y yo le miraba y él me miraba, pero resulta que no ató cabos hasta un minuto más tarde cuando yo mismo pregunté “¿Está buscando a Gonzalo? Soy yo.”, “Ah, ¡lo siento, me he confundido!”. Algo similar pasó en mi primer día del curso de lengua de signos que acabo de empezar. Somos tres hombres en un grupo de 15 personas. El profesor signaba las letras de mi nombre y miraba a los otros dos. Se sorprendió cuando vio que, en un extremo del semicírculo yo levantaba la mano. También ha ocurrido en otros países. En mi última visita a Italia, mientras esperaba a mi amiga que estaba dando su clase de canto, me fui a tomar un Spritz Aperol a una terraza en los alrededores. Era pronto, no había nadie. Me senté en una de las mesas que daban a la placita, libro en mano. Un camarero trajinaba con sillas de aquí para allá y, al verme, gritó a su compañero de dentro, “Oi, c’è una ragazza qua fuori!”, hay una chica aquí fuera. Me quité la mascarilla y volvió a pasar, horrorizado exclamó “Oh, scusa, scusa!”, pausa dramática, inspección, “Ragazzo, vero?”, “Ragazzo, ragazzo”, respondí con una sonrisa un poco vergonzosa.

Y estos son solo algunos ejemplos, hay más.

La mayoría de las veces no le doy importancia o, mejor dicho, no le daba importancia. Uso el pasado porque estoy seguro de que estos momentos de lost in gender me han ido calando poco a poco. Al principio me lo llegué a tomar en broma. Nos reíamos alguna vez con el que era mi pareja por aquellos tiempos: “Se habrán pensado que eras hetero”, “jaja”. O “Mira, otra vez lo mismo”, “jaja”. Pero más tarde empecé a preguntarme si pasaba algo. De verdad que no intento justificar mi hombría o aspecto viril, nunca me atrevería a hacerlo, pero mido un metro ochenta y debo estar cerca de los setenta y cinco kilos. Ocupo espacio físico. Y ya sin entrar en cantidad de pelos corporales, que yo dejo crecer alegremente. La verdad es que escribiendo esto no quiero caer en la santa inquisición de la dicotomía de la que tanto me quejo. Es más, soy muy defensor de toda la naturalidad y artificialidad que cualquier persona quiera ostentar, pero lo cierto es que todos estos factores merodeaban en mis reflexiones acerca de este tema.

Aunque en muchos casos la persona que me confundía o que se sentía confundida por mi imagen se autocorregía o pedía perdón, en otros se mantenía la confusión a pesar del diálogo. Seguramente mi voz, ya aguda por naturaleza, se vuelve incluso más suave y sutil para indicar cordialidad de forma inconsciente. Estos casos me llegaban un poco más adentro, ya que no era una confusión temporal que se resolvía a los pocos minutos, incluso segundos, sino que mi interlocutor, de principio a fin, me había reconocido, leído, como una persona de otro género. No estoy intentando hacerme víctima de un sistema de división de géneros arcaico e innecesariamente rígido. Creo que eso sería darle la espalda a mis privilegios como persona cis, varón, blanca, rica, con acceso a la cultura, y un largo etcétera. Intento simplemente reflexionar sobre mi propia identidad y expresión de género relacionándolas con el sistema, mi experiencia vital y las inseguridades derivadas del no encajar plenamente con la etiqueta que se supone que encaja conmigo.

He dudado muchas veces sobre cómo urdir la trama de todo este texto, incluso de si darle forma de texto o dejarlo en su forma verbal, en espacios de debate y discusión. Compartiendo mi propuesta con diferentes personas me di cuenta de que el tema importaba y que propiciaba la creación de un espacio común, un espacio de reflexión donde compartir la propia vivencia. No fue hasta que pedí opinión a una persona que conocí en una conferencia (investigadore, traductore y lingüiste), cuando decidí escribirlo. “Las personas cis también tenéis género”, me soltó rotundamente. La frase resonó en mí. Sin embargo, ¿quería decir esto que me reafirmaba en mi masculinidad? O, mejor dicho, ¿mi entendimiento de lo masculino? ¿Sentía mi virilidad atacada cuando se me confundía por una mujer? Lo cierto es que este pensamiento me aterraba bastante, a mí, que había lidiado con la plumofobia, que había sentido el rechazo y el prejuicio desde la adolescencia por mis maneras, mi voz, mi pelo y mis facciones. Achaco ahora todo esto a una vivencia individual pero totalmente colectiva que acarreo todavía como un lastre.

Así pues, este pequeño retal engomado me catapulta a un pequeño bache de autoestima y, en consecuencia, un estado de introspección que sin duda altera mi ser en cuanto ente de deseo y deseable. Qué barbaridad. Esta pandemia y su mascarilla simplemente me han llevado a reexplorar esos pequeños traumas, a experimentar de nuevo esas inseguridades y, lo más duro, a replantearme mi imagen, mi presencia y mi capacidad de atracción. Sin duda, todo esto se vio exacerbado por una reciente ruptura que me lanzó otra vez a la búsqueda o, al menos, a la posibilidad de nuevas relaciones sexoafectivas. Me enfrasco en ciertos pensamientos muy feos. Por ejemplo, ¿debería raparme?, ¿debería dejar las zapatillas de plataforma en casa para quedar con este?, ¿mejor me quito los anillos? Y etcétera, y etcétera. Me enfado un poquito con lo que soy y cómo me veo, y murmuro sobre el hegemónico colectivo gay masculino de una gran ciudad como Barcelona (tema en el que no ahondaré ahora, que daría seguramente para unos cuantos textos más).

Me gustaría acabar diciendo que mis cavilaciones siguen, seguramente también porque soy una persona bastante reflexiva, con un pequeño toque obsesivo. No tengo un final para toda esta problemática y hasta esta misma semana he seguido encontrándome con situaciones parecidas. Pienso en lo complejo que es también llevar una etiqueta de hombre al parecer incompleta o borrosa y en la inagotable negociación del yo dentro de un sistema que parece haberse quedado sin términos para referirse a muchas experiencias humanas.

Leyendo El cuerpo lesbiano de Wittig, el capítulo de La lesbiana de Beauvoir y tantas otras autoras que han reflexionado sobre la identidad lesbiana, me he encontrado con una idea muy extendida: la falta de recursos conceptuales y lingüísticos para construir tal identidad desde ella misma, y cómo históricamente esta se ha construido a partir de la mirada patriarcal, de una idea casi bíblica de que la lesbiana sale de la heterosexual y de que lo femenino sale de lo masculino o, mejor dicho, de lo no-masculino. De manera similar, quizás simplemente tenga que pasar un poco más de tiempo para encontrar un marco teórico para mí (y tantes otres) en esta sociedad o para que, por el contrario, esta misma sociedad acabe de afianzar un espacio epistemológico para mi ya decadente etiqueta de hombre.

Por ahora, estoy contento de que casi ninguna de todas esas cosas que podría hacer –el pelo, el anillo o la plataforma– ha acabado pasando, de que a pesar del medio hostil que nos rodea, siga intentando sentirme yo. Reflexiono sobre los privilegios que tengo y sobre todas aquellas personas que transitan este mundo fuera de la norma y que, no lo olvidemos, lo tienen mucho más difícil para acuñar sus propios códigos y ser presentes en un sistema que parece totalmente impermeable a todo aquello que se considera inefable e inclasificable.

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