ENTREVISTA Fiscal de Sala de Medio Ambiente

Antonio Vercher: “Sería mucho mejor que El Algarrobico se hubiera demolido, pero la derrota sería que estuviera abierto”

Elena Herrera

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Antonio Vercher (Tavernes de la Valldigna, València, 1953) lleva casi dos décadas al frente de la Fiscalía especializada en medio ambiente y urbanismo, desde donde lidera la actuación del Ministerio Público en materia de delitos ecológicos. Acaba de publicar el libro Delincuencia ambiental y empresas (Marcial Pons, 2022), en el que recoge su dilatada experiencia investigando las distintas formas de agresión a la naturaleza. En el volumen hace un recorrido por los avances de esta disciplina jurídica y advierte de los riesgos de nuevos fenómenos como el lavado verde de imagen que promueven algunas compañías, el llamado greenwashing, o el reto del tratamiento de residuos. 

Vercher recibe a elDiario.es en su despacho de la calle Ortega y Gasset de Madrid, una estancia amplia y que tiene un gran ventanal con vistas a la zona pudiente de la capital. Desde ahí coordina el trabajo de los más de dos centenares de fiscales especializados en la lucha contra los daños al medio ambiente y el urbanismo salvaje. En la actualidad se dictan cada año más de un millar sentencias condenatorias entre delitos contra el medio ambiente, urbanismo, incendios forestales y malos tratos a animales domésticos.

Afirma en su libro que si por algo se caracteriza la temática ambiental no es solo por su amplitud, sino por la velocidad con la que evoluciona. Usted lleva al frente de esta Fiscalía desde que se creó en 2006. ¿Qué evolución ha visto en este tiempo?

Desde 1922 —que es de cuando data el primer Código Penal— hasta ahora no ha habido ninguna figura penal donde se haya avanzado tanto. La primera referencia que tenemos al medio ambiente conceptualmente hablando es en el Reglamento de Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas, de 1961. En 1978 aparece una regulación ambiental en la Constitución y en 1983, con la ley de Reforma Urgente y Parcial del Código Penal, aparece el artículo 347 bis [que regula el delito ecológico]. Desde entonces se ha pasado de la nada, prácticamente, a una cuarentena de artículos. 

La presión de las instituciones comunitarias provocó que desde 2010 las empresas sean perseguidas penalmente por delitos contra el medio ambiente. Más de una década después, ¿qué valoración hace de este cambio penal? ¿Cómo ha influido?

No hay bastante jurisprudencia para poder plantear una perspectiva evidente o clara respecto al proceso evolutivo. Además, la casuística es brutal. A veces da la impresión de que los jueces, por no complicarse la existencia, condenan a la persona jurídica y se dejan la persona física, a veces pasa al revés. Pero lo importante es que se está respondiendo por parte de la judicatura. En la primera fase, a partir de 1983, la primera sentencia que dicta el Supremo es en 1990. Es decir, siete años después. A partir de ese momento salimos a sentencia por año. Y ahora anualmente la tónica son 1.200 sentencias condenatorias anuales y apenas 300 absolutorias. 

¿Ve más conciencia al respecto por las empresas? Son las compañías las que mayormente inciden en todo lo ambiental, según dice en su libro.   

De una forma u otra, la mayoría de empresas tienen actividades que inciden. Mi impresión es que, en un principio, sí hubo cierto impacto, tuvimos un planteamiento bastante potente con la primera sentencia que fue de condena a una gran empresa multinacional que en aquel momento era de capital estatal [Endesa]. Pero luego hemos ido viendo que el contexto empresarial se ha ido atemperando. 

¿A qué se refiere?

Por ejemplo, en el caso Pavlov [un procedimiento sobre contaminación en una zona en Rusia] es la Administración la que no ha ejercido su autoridad a la hora de poner orden. Si lo hubiera hecho no habría degenerado y eso lo estamos viendo mucho también. Lo primero que me preocupa es establecer un contraste entre el derecho a la actividad empresarial y el derecho al medio ambiente, que además en España no está entre los derechos fundamentales. Me inclino por la perspectiva de preeminencia porque la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en muchos casos se inclina por la perspectiva ambiental sobre la estrictamente económica. Y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), a partir del caso Fredin contra Suecia [de 1991] también se inclina claramente por el medio ambiente frente al interés empresarial. 

¿Cambiaría mucho que el medio ambiente fuera considerado un derecho fundamental?

Adquiriría jerárquicamente una mayor trascendencia y se le tendría más en cuenta. Por ejemplo, la Constitución ecuatoriana, más incluso que considerarlo un derecho fundamental, concede legitimación a la naturaleza. En el Consejo Consultivo de Fiscales Europeos preparamos el año pasado un informe en el que establecimos normas de conducta a seguir para todos los fiscales en materia de medio ambiente e incorporamos principios como la posibilidad de conceder legitimación a la naturaleza. 

En su libro dice que “con más que cierta frecuencia” los complicados esquemas organizativos de las empresas les permiten escapar a su responsabilidad y eludir posibles sanciones. ¿Sigue habiendo impunidad para las empresas?

Eso no tiene que sorprender. Cualquiera que puede ser responsable penalmente intenta eludir. Además, en este país tenemos un principio no escrito que es el derecho de mentir que tiene el acusado. Es decir, lo que están haciendo es ejercer un derecho, aunque una cosa es que un particular haga uso de ese derecho y otra cosa es que lo haga toda una empresa. Primero, porque la capacidad del daño ambiental que puede producir una empresa, teóricamente, es superior al daño que puede provocar un particular. 

En los últimos años han proliferado los productos o bienes de consumo que se definen como verdes, no contaminantes. Es lo que se define como greenwashing. ¿Hace falta una regulación más exigente para evitar que se lleve a confusión a la ciudadanía? Al final, en ocasiones, se genera una sombra de duda sobre todos los productos verdes en conjunto. 

No está bien regulado, evidentemente. Imagino que acabará pasando. Con este tipo de iniciativas se introduce confusión al público al ofrecer como ambiental algo que puede ser incluso la antítesis de lo ambiental.

¿Fue la ley sobre información financiera y diversidad, aprobada en 2018, una oportunidad perdida para ello? 

No lo sé. No tengo una opinión formada. Pero el cuerpo me pide no legislar mucho más en medio ambiente. Hay unas 20.000 normas administrativas ambientales en España. 

En la década anterior vivimos una ola de construcciones ilegales que acabó con más de un millón de condenas. Pero la memoria de la Fiscalía destaca las dificultades para ejecutar las demoliciones de edificios ilegales. ¿Por qué es tan complicado?

Nosotros estamos intentando poner nuestro grano de arena en el sentido de que las fiscalías asuman también el tema de la ejecución [de las sentencias en los casos de demoliciones]. Tenemos el problema de que cuando se diseñó esta Fiscalía todo parecía lógico, correcto, sensato y coherente. Pero con el paso del tiempo, nos hemos dado cuenta de que nos hemos quedado totalmente cortos. Porque, por ejemplo, yo no puedo ordenar a las fiscalías provinciales que los fiscales ambientales asuman la ejecución de las sentencias ambientales. Tenemos capacidad funcional respecto a los fiscales, pero no orgánica. 

Uno de los ejemplos más paradigmáticos es el de El Algarrobico. Las obras se paralizaron en 2006, hace 17 años, pero ahí sigue a pie de playa. ¿No genera eso cierta sensación de impunidad?

Evidentemente, sería muchísimo mejor que aquello se hubiera demolido y eso lo estamos reconociendo día sí y día también. Ahora, la derrota sería si aquello estuviera funcionando, cosa que no se ha producido. Es más, hay una forma de sanción porque hay una inversión económica brutal que está paralizada. Yo no es que peque de optimista ni de ni de pesimista, procuro mantenerme en la más absoluta objetividad. Pero uno tiene que ser consciente de lo que da de sí una materia tan extraordinariamente novedosa como esta. Hay que ser realista. 

Ha dicho en otras entrevistas que el tratamiento de los residuos es uno de las “principales preocupaciones” de la Fiscalía. ¿Por qué?

Históricamente es una materia a la que no se le ha dado mucha importancia. Pero ha habido un momento en que esto se ha empezado a regular con una legislación muy dura. Y, como consecuencia de esa legislación, muchos países han dejado de aceptar residuos, que se devuelven. Es decir, tenemos el problema de que ya no se pueden mandar [los residuos], de que se devuelven y de que hay gestionar eso, que es caro. Y hay muchísimas empresas que esto lo ven desde una perspectiva estrictamente empresarial. 

Afrontar esto es complicado porque empiezan a producirse incendios de vertederos y la legislación sigue como está. En su momento se nos planteó incluso elaborar un proyecto de normativa breve para ese tipo de incendios que se tramitó, pero que quedó en agua de borrajas. Son planteamientos que tienen un componente importante empresarial y que seguramente el paso del tiempo y la evolución de los acontecimientos introducirán elementos de mayor dureza en materia de tratamiento. 

El verano pasado envió un decreto a los fiscales ante el ‘boom’ de las casas prefabricadas. ¿Qué problema había detectado?

Es de locura. Sacamos una nota de prensa en la que desmentimos la existencia de un vacío legal. No hay ninguna laguna legal, está todo más claro que el agua: las viviendas prefabricadas están sujetas a licencia urbanística de obras y a un posterior control. Desde el principio de este milenio se está condenando a los infractores y cada vez hay más condenas, pero [algunas empresas que ofertan estos productos ] no lo quieren entender. 

¿Cómo están funcionando las zonas de bajas emisiones? ¿Sirve utilizar la vía penal en los casos más graves de incumplimientos?

Aquello tuvimos que cerrarlo porque el Supremo dijo que aquella ordenanza [del Ayuntamiento de Madrid, uno de los primeros consistorios en regular esas zonas] era nula por determinados defectos formales. Ya no se puede hacer nada porque la base administrativa había fallado. Hay una base legal otra vez [la Zona de Bajas Emisiones, que entró en vigor en diciembre de 2021] y lo que se hizo fue formar a los policías locales, pues en las entradas ilegales a estas zonas debe primar su competencia. Son 149 las ciudades que en previsión de la normativa europea deberán cumplir con unas obligaciones sobre bajas emisiones.

Entonces controlamos 40 millones de vehículos. Se puede hacer y lo comprobamos. Evidentemente, a partir del momento que quede claro que se puede ir por la vía penal previsiblemente la actitud de la gente va a ser de más control y de mayor cautela al respecto y, previsiblemente, también habrá menos entradas en las zonas en las que no se puede entrar, donde la entrada constituye una ilegalidad.