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The Guardian en español

Los pobres de Brasil tienen miedo del creciente papel de Ejército en la lucha contra el crimen

Policías en una redada en la favela Manguinhos, en la ciudad de Río de Janeiro.

Dom Phillips

São Gonçalo (Brasil) —

Varios policías con fusiles automáticos colgados del cuello se paran tras un vehículo blindado en las inmediaciones de la entrada a la favela de Salgueiro, al otro lado de la bahía de Guanabara. A media hora en coche desde Río.

Cerca de allí, Joelma Milanes, de 38 años, llora al recordar la noche de noviembre en que ella y su esposo encontraron a su hijo Márcio Sabino, de 21, muerto junto a otros tras una operación conjunta de la policía y el ejército.

El Ejército brasileño ha informado a The Guardian que su batallón de fuerzas especiales había participado en la operación que terminó con siete muertos. Pero negó que los disparos fuesen suyos. “La gente que debería protegernos nos está matando”, denuncia Milanes. “Hacen lo que quieren, no habrá justicia”.

Ese tipo de preocupaciones se ha hecho más común desde el 16 de febrero, cuando el presidente Michel Temer declaró la “intervención federal” en el Estado de Río de Janeiro y puso a un general a cargo de las fuerzas policiales, de las prisiones y de la seguridad.

El lunes, Temer anunció la creación de un nuevo Ministerio extraordinario de Seguridad Pública y nombró ministro de Defensa a otro general, Joaquim Silva e Luna.

Desde que el presidente aprobó en octubre una nueva ley, son los tribunales y fiscales militares los que investigan las muertes de civiles durante las acciones policiales de las Fuerzas Armadas. Según Human Rights Watch, el Ejército está impidiendo que haya una investigación de la masacre de Salgueiro, cuyo número de muertos ascendió a ocho con el fallecimiento en el hospital de otra víctima.

Si bien la “intervención federal” cuenta con el apoyo de las clases media y alta de Río de Janeiro, asustada por la criminalidad creciente, los brasileños más pobres como Milanes, que trabaja en el reciclaje de basura, la ven con aprensión. “Creo que se pondrá peor”, señala. “No es una solución”.

El crimen violento ha crecido en Río de Janeiro al mismo ritmo al que el Gobierno estatal, mal administrado y profundamente corrupto, caía en el caos financiero y administrativo. El exgobernador de Río ha sido encarcelado por soborno y el Estado está en una quiebra tan profunda que ni siquiera ha podido permitirse el lujo de pagar el mantenimiento de los coches de policía mientras las bandas armadas de los narcotraficantes extienden su poder hasta ciudades como São Gonçalo.

El dominio de los narcos es evidente en Salgueiro, donde los miembros de las bandas patrullan la favela en motocicletas y a pecho descubierto. Las letras CV escritas en rojo en las paredes indican que la poderosa banda de Comando Vermelho controla el barrio y monopoliza la venta de drogas. Después de los asaltos a los camiones, ahí es donde los aparcan para vender la mercancía rápidamente y por poco dinero.

“La comida y los productos electrónicos salen muy rápido”, cuenta un residente que prefiere proteger su identidad por temor a represalias.

La favela linda con un bosque y un pantano y es extremadamente pobre. Como en muchas de estas comunidades de Río, la presencia del Gobierno apenas se siente. Las bandas y las iglesias evangélicas han ocupado ese espacio.

Un asalto ensayado

El sacerdote Pedro Oliveira, de 39 años, dirige la iglesia Projeto Sara Me y pasa más tiempo repartiendo bolsas de comida o ayudando a los residentes que predicando. “Somos un apoyo social”, señala. “Todo el apoyo que se pueda imaginar”.

Como muchas favelas de Río, Salgueiro organiza fiestas al aire libre, donde la música suena hasta el amanecer. La noche en que Márcio Sabino fue asesinado había uno de esos bailes. Pero su madre dice que Márcio sólo había salido a comer algo.

Según informaciones de los medios locales, El País y Human Rights Watch, el ejército y la policía habían ensayado unos días antes la operación en Salgueiro, trasladando soldados al bosque colindante desde helicópteros. Pero los miembros de la banda a los que perseguían fueron avisados y huyeron sin problemas.

En la madrugada del 11 de noviembre hubo una segunda operación. Los que llamaron a una línea telefónica para denunciar los abusos policiales informaron de hombres bajando desde helicópteros hacia el bosque horas antes, a eso de las 23:00. Los supervivientes contaron a El País que salían disparos desde el bosque antes de que los hombres de negro con cascos y visores láser aparecieran entre los árboles.

El Ejército ha dicho que el 11 de noviembre los soldados y la policía participaron en una operación conjunta en vehículos blindados. Inicialmente comunicó que habían recibido disparos. Ahora dice que los soldados escucharon un intenso tiroteo y luego encontraron los cuerpos en la carretera, pero que no estuvieron involucrados en ningún enfrentamiento.

La policía brasileña no está equipada con sofisticados equipos militares como cascos a prueba de balas o visores láser, pero el batallón de fuerzas especiales del Ejército tiene francotiradores, expertos en helicópteros y gafas de visión nocturna, según un artículo del periódico O Globo de Río de Janeiro. El Ejército negó a O Globo que las tropas de las fuerzas especiales –también llamadas “fantasmas”– hubieran participado en la operación. 

“Nos pusieron una pistola en la cara”

Pero el lunes, un portavoz del Ejército declaró a The Guardian que había soldados del batallón de las fuerzas especiales en uno de los vehículos blindados involucrados.

Cuando Joelma Milanes y su esposo, Claudio Lopes, de 50 años, llegaron a Salgueiro desde su barrio, vieron cuatro cuerpos esparcidos por la oscura carretera.

Milanes dijo que la policía les impidió acercarse al cuerpo de su hijo, de quien dijo que nunca había estado involucrado en un crimen. “Nos pusieron una pistola en la cara”, dijo Lopes.

Una foto difundida después en Facebook mostraba los cuerpos de las víctimas en una pila, “como si fueran basura”, denunció su madre.

Los fiscales del Estado están llevando a cabo una investigación sobre la participación policial, pero no han podido entrevistar a los soldados que intervinieron, explica Paulo Cunha, uno de esos fiscales.

En diciembre, el fiscal militar encargado de investigar al ejército interrogó a los soldados en Goiânia (capital de Goiás), donde tiene su cuartel el batallón de las fuerzas especiales. Según un portavoz, los fiscales militares aún están esperando el testimonio de los oficiales de policía y las pruebas balísticas.

La policía también está investigando pero no ha contestado a las preguntas de The Guardian. Ni ellos ni ninguno de los fiscales civiles o militares han interrogado a Joelma Milanes.

Según Luiz Soares, exsecretario de Seguridad Nacional, desde 2001 ha habido 29 operaciones militares en Río de Janeiro y ninguna ha producido resultados duraderos. En su opinión, las intervenciones militarizadas ignoran los problemas estructurales, como el predominio de las bandas de narcotraficantes en las cárceles superpobladas de Brasil. “Son políticas reactivas para apagar incendios, pero no abordan las causas del fuego”, explica.

En declaraciones a The Guardian, el Ejército ha destacado los “resultados positivos” de operaciones anteriores, como la de los Juegos Olímpicos y la del Mundial de fútbol. Sugirió que si la intervención militar tenía éxito incluso podría replicarse en otros estados.

En general retirado Gilberto Pimentel, presidente del Club Militar de Río de Janeiro y el portavoz de facto de los oficiales a los que no se les permite conceder entrevistas, ha señalado a The Guardian que le preocupan los posibles “efectos colaterales”. “Vamos a actuar en comunidades dominadas por los bandidos. Es muy difícil separar a la gente buena de los bandidos”.

Traducido por Francisco de Zárate

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