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Gaza: el agua también mata

Paloma García

A pleno sol, bajo un calor sofocante, Rivan espera su turno para llenar un par de bidones con agua potable. Tiene diez años, viste el mismo vestido negro y rojo desde hace días y no recuerda la última vez que pudo darse una ducha.

Junto a ella, decenas de niños y niñas pasan el día haciendo cola, en lugar de asistir a la escuela, para conseguir unos litros de agua que llevar a sus familias. A veces, después de toda la mañana, el combustible se agota y la bomba se detiene. Vuelven a casa con las manos vacías, sin agua para poder beber, cocinar o lavarse.

Sajed, de once años, perdió a sus padres en un ataque aéreo. Desde entonces, vive con sus tías en un campamento para personas desplazadas. Todas las mañanas se levanta temprano y recorre largas distancias hasta la fuente más cercana: “Tengo que esperar una larga cola bajo un sol abrasador. El sol me enfada, es ridículo. Algunas veces, ni siquiera consigo coger agua”, lamenta.

“Sin agua no hay vida. Esperamos el agua potable, que llega desde zonas lejanas, y la gente se aglomera para obtener su parte. En cuanto al agua de pozo, solamente nos llega una o dos veces por semana, durante aproximadamente media hora cada vez, y eso no es suficiente para las necesidades del hogar”, comenta Fathi Al-Kahlout, un hombre de unos cincuenta años, tras conseguir llenar sus garrafas en un camión cisterna.

Con temperaturas récord superiores a los 40 grados y una sensación térmica de hasta 50, este verano abrasador coincide con la escasez de agua más grave que se recuerda en la franja de Gaza. Según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA), el 96% de los hogares tuvo dificultades para acceder a agua limpia suficiente para cubrir sus necesidades en el mes de julio.

En Jabalia, al norte de la Franja, Ibrahim Aloush acude cada día a la planta desalinizadora para llenar el camión cisterna que conduce: “Los precios del agua son altísimos debido a los costes de producción. En Gaza, la gente solo puede permitirse el agua si la distribuyen las organizaciones humanitarias. El coste de un metro cúbico [mil litros] es muy elevado debido al alto precio del diésel y al funcionamiento de los generadores. Cuesta entre 90 y 100 shekels [entre 22 y 25 euros]”. En España, el precio medio del metro cúbico de agua ronda los 2 euros.

La sed como estrategia

Esta escasez, sin embargo, poco tiene que ver con la sequía. Es el resultado del castigo colectivo que, desde hace más de 22 meses, Israel impone sobre los más de dos millones de personas que habitan lo que queda de Gaza: destruir lo que sostiene la vida e impedir la entrada de lo esencial.

Según OCHA, el 89% de las infraestructuras de agua, saneamiento e higiene de toda la Franja han sido destruidas o dañadas desde que empezó la actual ofensiva. Las instalaciones que aún funcionan lo hacen bajo mínimos, constantemente amenazadas por los bombardeos y la falta de energía.

La destrucción también se extiende bajo tierra: más de 1.700 kilómetros de canalizaciones han sufrido daños.

El bloqueo a la entrada de combustible es otro de los factores determinantes en esta crisis. En la actualidad, solo está entrando el 41% de los litros necesarios para hacer funcionar los servicios de emergencia de agua, saneamiento e higiene. Las plantas de tratamiento de aguas residuales han dejado de funcionar. Sin ellas, las aguas fecales se desbordan en torno a los campamentos, filtrándose bajo la arena y contaminando el único acuífero de Gaza.

Jorge Moreira da Silva, Director Ejecutivo de Oficina de las Naciones Unidas de Servicios para Proyectos (UNOPS), declaraba hace unas semanas: “El combustible es vital en Gaza: alimenta generadores de hospitales, ambulancias y bombas de agua. […] Ayer, priorizamos el combustible para la planta desalinizadora sobre las bombas de aguas residuales. Esto significa que, además de todo lo demás, las aguas residuales volverán a inundar las calles en algunas zonas”.

Las enfermedades infecciosas se multiplican

Con más de 1,9 millones de personas desplazadas y solamente un 13% del territorio disponible, Gaza se ha convertido en caldo de cultivo para las enfermedades infecciosas. Según la Agencia de Naciones Unidas para la población refugiada de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA), cada semana se diagnostican 10.300 nuevos casos de media.

En los últimos meses, los diagnósticos de diarrea transmitida por el agua, diarrea sanguinolenta e ictericia aguda se han multiplicado. La Organización Mundial de la Salud (OMS) también ha advertido sobre el rápido aumento de infecciones respiratorias, meningitis y erupciones cutáneas.

“Hoy, en nuestro campamento, y en todos los campamentos para personas desplazadas, sufrimos picaduras de insectos, especialmente pulgas. Nuestros hijos e hijas sufren mucho por las picaduras y la picazón. Intentamos tratarlo de la mejor manera posible, pero el centro médico no dispone de tratamiento para este problema”, comenta una mujer desplazada en Khan Younis, al sur de la Franja.

El calor, el hacinamiento, la falta de higiene y la acumulación de toneladas de escombros y residuos empeoran cada día la situación. El ambiente se llena de polvo, insectos y malos olores, y con ellos, de amenazas invisibles para la salud pública.

Un cuerpo fuerte podría plantar cara a muchas de estas enfermedades, pero uno exhausto y debilitado no tiene defensas. La sed y el hambre erosionan las barreras naturales del organismo y dejan la puerta abierta a infecciones que, en otras circunstancias, serían fáciles de superar.

La ayuda humanitaria sostiene la vida en Gaza

La crisis de agua en Gaza no es algo nuevo. Durante décadas, su acceso ha estado condicionado por las decisiones políticas, restricciones y bloqueos de Israel. Sin embargo, hoy, el uso del agua como instrumento de coerción ha llegado a niveles extremos. La sed y el hambre se han convertido en armas, tan rentables para Israel como letales para la población palestina.

En este contexto, UNRWA se ha convertido en un salvavidas. Solo en 2025, ha alcanzado a 1,4 millones de personas con agua potable y doméstica. Sus equipos mantienen en funcionamiento sistemas de desalinización y pozos, distribuyen agua embotellada y en camiones cisterna, gestionan toneladas de residuos y llevan a cabo decenas de campañas de limpieza y control de plagas cada semana. Pero todo parece insuficiente ante la magnitud de la catástrofe.

En Gaza, el agua ya no es símbolo de vida. Es frontera, castigo y, en demasiados casos, sentencia. Mientras, Rivan siente el peso de sus garrafas vacías. A pesar de su corta edad, sabe que algo tan básico como el agua se ha convertido en una carrera implacable contra el tiempo, la enfermedad y el calor. Y que, si la ayuda humanitaria no llega, la lucha estará perdida.