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El auge de los partidos female-friendly

Women voting

Patrick Emmenegger / Philip Manow

Publicado previamente en Policy Network: The rise of the female-friendly party. Traducción de Cristina Rovira Izquierdo.The rise of the female-friendly partyCristina Rovira Izquierdo

A lo largo del periodo de posguerra, las mujeres han tendido a votar de manera más conservadora que los hombres. Este diferencial de género en comportamiento electoral se ha denominado la ‘antigua’ o ‘tradicional’ brecha de género en el voto. Sin embargo, en las últimas décadas se ha documentado que las mujeres de muchos países europeos han apoyado partidos de centro-izquierda e izquierda (fenómeno que ha sido etiquetado como la ‘nueva’ o ‘moderna’ brecha de género en el voto) en mayor medida que sus congéneres masculinos de la misma edad y el mismo poder adquisitivo y nivel educativo.

Diversas razones explican el porqué de dicho cambio en el comportamiento electoral. En particular, el incremento en la participación en el mercado laboral, las mayores tasas de divorcio y los logros educativos entre las mujeres han contribuido a modelar sus intereses socio-económicos. Éstas han pasado a apoyar los generosos programas sociales que prometen permitirles tanto la conciliación de vida laboral y familiar, así como la de familiarización de la provisión de servicios sociales, como pueden ser el cuidado de menores y adultos dependientes. Estas nuevas preferencias políticas frecuentemente se traducen en el voto a partidos de izquierda cuyos programas se posicionan a favor de políticas de expansión (o, como mínimo, prometen evitar las de contracción) de los servicios sociales. Esta es la ‘nueva’ brecha de género en el voto.

Dicho argumento no pretende desmerecer el importante rol que pautas a nivel societal, como son la feminización de los mercados laborales o el creciente número de hogares nucleares, han tenido en la aparición de la ‘nueva’ brecha de género en el voto. Sin embargo, argumentamos que las explicaciones que ponen el acento en dichas variables son en el mejor de los casos incompletas, pues ignoran el rol central que la religión y el conflicto religioso han jugado en el desarrollo de la brecha de género en el voto, dejando dos cuestiones sin resolver.

Primera, las explicaciones existentes muestran dificultades a la hora de desgranar por qué el comportamiento electoral de hombres y mujeres difirió a lo largo de la década de 1950 y 1960 (la llamada ‘vieja’ brecha de género en el voto). Teniendo en cuenta las bajas tasas de participación de las mujeres en el mercado laboral y las bajas tasas de divorcio, se asume que las preferencias políticas deberían haberse forjado predominantemente a nivel doméstico. Como consecuencia, dichas preferencias deberían haber sido coincidentes entre mujeres y hombres. Sin embargo, no se aporta respuesta alguna ante por qué las mujeres tendieron a votar en líneas más conservadoras que los hombres.

Segunda, los estudios existentes esclarecen por qué la dirección de la brecha de género en el voto viró en ciertos países (como, por ejemplo, Dinamarca) con anterioridad a otros (como Italia), pese a mantener diferencias en cuanto a la persistencia de modelos familiares de tipo male breadwinner. Es aquí donde se admite cierto peso de la religión como variable explicativa y, en particular, de la mayor influencia de concepciones católicas conservadoras en torno al matrimonio y la familia, dado que los diferentes roles de género en Italia y Dinamarca no pueden ser explicados por las pequeñas y eventualmente universales diferencias entre hombres y mujeres respecto al cuidado del recién nacido.

Sin embargo, este argumento elimina cualquier influencia que la religión pueda tener en el comportamiento electoral de manera independiente, más allá de su impacto en la economía política y modelos familiares de dichos países. Así, se asume que el espacio político en Europa Occidental es uni-dimensional y exclusivamente definido por intereses socio-económicos. Pero es conocida la fuerte influencia que las dimensiones secundarias de cuestiones morales tiene sobre votantes y partidos en dichos sistemas políticos.

Precisamente, argumentamos que las variables religiosas se hallan en el origen de las diferencias observadas en el comportamiento electoral por razón de género. En particular, mantenemos que en los países donde el clivaje

religioso modela prominentemente el sistema de partidos, la competición por los votantes religiosos queda restringida.

Los clivajes son líneas de conflicto político que estructuran la competición entre partidos. Por ejemplo, el clivaje capital-trabajo dio lugar a la aparición de partidos laboristas o social-demócratas en la mayoría de los países europeos. El clivaje religioso tiene sus orígenes en conflictos entre la Iglesia y el modernizador Estado en el marco de la formación de Estados-Nación, particularmente en los países católicos, en temas como el control sobre la educación o la seguridad social. En muchos países, el clivaje religioso dio lugar a partidos cristiano-demócratas, así como también contribuyó a cambiar el perfil ideológico de los partidos de izquierda. Primordialmente, el clivaje religioso transformó los partidos de izquierda en partidos explícitamente anticlericales.

Dicho conflicto entre partidos pro y anticlericales repercute de manera vital sobre el comportamiento electoral. Los partidos de izquierda anticlericales, simplemente, dejan de ser una opción electoral para votantes con fuerte apego a la Iglesia. Consecuentemente, los partidos religiosos no necesitan prestar atención a los intereses socio-económicos de votantes religiosos incondicionales (o core voters), pues no tienen alternativa posible al voto a partidos religiosos. De manera similar, los partidos de izquierda ni se molestan en competir por los votantes religiosos, dado que éstos no votarán por un partido anticlerical bajo ningún concepto. Como consecuencia, la competición partidista por dichos votantes queda restringida.

Entonces, ¿cómo es que la competición partidista restringida se traduce en una brecha de género en el voto? La respuesta a dicho enigma recae en las diferencias de género en cuanto a niveles de religiosidad. A lo largo del tiempo y entre países, las encuestas muestran de manera constante un mayor grado de religiosidad entre las mujeres en comparación al de los hombres. La unión de estos dos factores permite una explicación completa de la ‘antigua’ brecha de género en el voto. El fuerte efecto negativo de la religiosidad en la probabilidad de votar por partidos de izquierda, combinado con los mayores niveles de religiosidad entre las mujeres, lleva al siguiente resultado agregado: las mujeres, como grupo, eran más propicias a votar a partidos conservadores.

El hecho de que las mujeres en particular se encontraran entre los votantes incondicionales (core voters) de los partidos religiosos permitió a los últimos, en cierta medida, ignorar los intereses socio-económicos de las primeras. La religión, por lo tanto, puede explicar los paradójicos hallazgos de la literatura comparada sobre Estados de bienestar; a saber, que las mujeres en regímenes continentales y del sur de Europa tendían a votar a partidos que eran ciertamente indiferentes a sus intereses socio-económicos. La explicación ante tal comportamiento electoral es, creemos, que como votantes religiosos incondicionales (core voters) y, ante el explícito anticlericalismo de los partidos de izquierda, las mujeres no tenían otra opción salvo votar a partidos conservadores.

Sin embargo, a lo largo del tiempo la brecha de género en el voto ha virado su dirección. Este cambio no responde al cese del clivaje religioso. De hecho, debates políticos sobre temas como el matrimonio gay o el aborto todavía conllevan acalorados debates en aquellos países con una fuerte imprenta del clivaje Estado-Iglesia, como son los casos de España, Italia o Francia. Tampoco se debe a un declive de efecto de la religiosidad en el comportamiento electoral. Hoy en día, los votantes religiosos, con independencia de su género, no tienden a votar por partidos (anti-clericales) de izquierda. Lo que ha cambiado es el porcentaje de votantes religiosos en el electorado, y en particular, entre las mujeres. Simplemente no hay tantos votantes religiosos en el electorado como antaño.

El declive de los niveles de religiosidad en Europa Occidental conlleva importantes implicaciones para la competición interpartidista. En el pasado, los partidos de izquierda tenían pocos motivos para competir por el voto femenino en países caracterizados por un fuerte clivaje religioso. En paralelo a los decrecientes niveles de religiosidad en el electorado, las mujeres, anteriormente core voters (votantes incondicionales) en base al eje religioso, han devenido swinger voters (o votantes condicionales) sobre el eje socio-económico.

En consecuencia, los partidos de izquierda han empezado a satisfacer los intereses socio-económicos de las votantes presionando a favor de servicios de guardería asequibles, escolarización a lo largo del día y otros programas sociales que prometen ‘de-familiarizar’ servicios inicialmente cubiertos de manera privada. Las mujeres han respondido a esta nueva situación adaptando su comportamiento electoral. En la mayoría de países de Europa Occidental, las mujeres tienden a votar partidos de izquierda en mayor medida que los hombres.

Así los hechos, los partidos religiosos se han visto obligados a posicionarse. Mientras que antaño podían asumir como seguro el (desproporcionadamente femenino) voto religioso, hoy en día deben competir con los de izquierda por el voto de las mujeres, atendiendo a los intereses socio-económicos de las votantes. Esta pauta es claramente visible en países como Alemania, donde el actual Gobierno, de corte cristiano-demócrata, ha puesto el acento en políticas familiares. Por ejemplo, ha concedido a los padres y madres el derecho a centros de cuidado de día para niños y niñas de uno a dos años en 2013.

Así, pues, los partidos han empezado a competir por el voto femenino. Los Estados de bienestar de Europa Occidental, por lo tanto, probablemente devengan más pro-mujer en el futuro.

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