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¿Qué reforma constitucional? Elementos y tiempos

El pleno del Congreso durante el debate previo a la votación que aprobó la reforma constitucional de verano de 2011

Nota de análisis de los editores de Agenda Pública

La reforma del texto constitucional no servirá como herramienta –al menos no exclusivamente- para salir de la crisis económica, pero debe servir para superar la profunda crisis política de la que aquella trae causa. Y, evidentemente, la reforma de la Constitución no hará desaparecer de un día para otro nuestros problemas de legitimidad democrática, sobre todo, porque algunos de sus motivos no se deben a problemas de configuración jurídico-constitucional, sino a un problema de índole cultural. Sin embargo, la actualización de la Carta Magna ha de ser la hoja de ruta en la reconfiguración de nuestro modelo de convivencia.   

En 2006 el Consejo de Estado se pronunció sobre la modificación constitucional respecto de los cuatro elementos sobre los que el Gobierno de Rodríguez Zapatero le preguntó: la supresión de la preferencia del varón en la sucesión al trono, la recepción en la Constitución del proceso de construcción europea, la inclusión de la denominación de las Comunidades Autónomas y la reforma del Senado. Hoy resulta claro, sin embargo, que con el cambio de estas 4 cuestiones, de calados diversos, no es suficiente. Y ello, entre otras razones, porque estamos en un momento de renovación de legitimidades, en el que el originario acuerdo constituyente necesita ser revisado, no en su totalidad pero sí en algunos aspectos clave y, entre estos, parece que hay unanimidad en considerar que el prioritario es el modelo de organización territorial.

Y es más, como nos explicaba José María de Areilzaaunque no hubiera aparecido en escena Cataluña, sería igualmente necesario entrar a repensar nuestro modelo de descentralización política. Esto no significa negar los logros alcanzados durante estos años por la Constitución que configuró un sistema abierto que sirvió para dar cabida a las reivindicaciones legítimas de, sobre todo, Cataluña y País Vasco y poder, así, empezar la andadura democrática. Pero han pasado 30 años y el modelo de organización territorial prefigurado en la Constitución ha quedado, en unos casos, superado por la propia realidad jurídico-política y, en otros, se ha demostrado ineficaz para la resolución de determinados conflictos y/o aspiraciones de algunas Comunidades Autónomas. Son varios los aspectos que necesitan de replanteamiento (por ejemplo, el reconocimiento real de la plurinacionalidad del Estado, el sistema de listas de competencias, el sistema –inexistente-  de cooperación entre niveles de poder y, por supuesto, el Senado). Quizá una aproximación válida sería, como apuntaba Leopoldo Calvo Sotelo, ver cómo dar encaje en el (renovado) modelo de organización territorial los elementos del Estatuto de Cataluña, refrendado en 2006, declarados inconstitucionales por el Tribunal Constitucional en 2010.

Ahora bien, nada de esto tendrá sentido si no se parte de un modelo de organización territorial compartido por todos, al menos en sus bases. Uno de los problemas que ha acarreado nuestro sistema autonómico ha sido que muchos, en la derecha y en la izquierda, no creían en un sistema descentralizado o, si se quiere, altamente descentralizado. Apostaron por la descentralización, si se nos permite, con la boca pequeña. Además, sectores importantes de la vida política y de la sociedad civil han seguido creyendo que la autonomía consistía en un poder cedido o delegado por el Estado (central) en favor de las Comunidades. Sin embargo, la autonomía política de las Comunidades no es consecuencia del ejercicio de delegación del Estado, sino que deriva directamente de nuestro texto constitucional. Esta última realidad jurídica ha sido obviada por muchos.

Ha llegado, pues, el momento de sentarse y plantear la discusión serena y rigurosa de cuál es el modelo de organización territorial del que queremos dotarnos. Esto nos lleva a uno de los puntos clave sobre la reforma constitucional, y que paradójicamente apenas se abordan en el debate público: el cuándo. ¿Qué condiciones han de darse para realizar un proceso de este tipo de la forma más serena y dialogada posible? Para los millones de ciudadanos que apuestan ya por una reforma, puede resultar muy frustrante reconocer que en el próximo año apenas se vislumbra un escenario favorable, debido a la larga serie de citas electorales que pueden culminar en las generales de 2015. Pero tampoco un exceso de realismo político debe servir de excusa para cimentar el inmovilismo y aplazar perpetuamente la reforma. La observación comparada nos señala que, en situaciones de minorías políticas (como sucede en Bélgica), los partidos aceptan entrar más fácilmente en un proceso consensuado de reforma. Y también nos dice que es importante el compromiso previo, en un programa electoral, de los partidos más convencidos, como sucedió con la ‘devolution’ de Tony Blair. ¿Significa todo ello que en 2016 estaremos quizá ante la gran ocasión? Desde aquí sólo podemos recordar que, como nos decía Alberto López Basaguren, “la política tiene que evitar el callejón sin salida”.

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