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Hay que tomar la iniciativa

Antonio Arroyo Gil

Artículo en colaboración con Líneas RojasLíneas Rojas

Acabábamos el fatídico 2012 con la noticia de que CIU y ERC habían llegado a un acuerdo para abrir un proceso pautado dirigido a la consecución de un fin claro: ofrecer una consulta al cuerpo electoral catalán sobre la autodeterminación de Cataluña, o, dicho menos retóricamente, sobre su independencia o secesión del Estado español. Eso y no otra cosa se esconde bajo el eufemismo “derecho a decidir”. Y comenzamos este 2013 de malos augurios con el anuncio de que el Parlamento catalán votará en el primer pleno de esta nueva legislatura, el próximo 23 de enero, una “Declaración de Soberanía del Pueblo Catalán”, que –según todo indica- saldrá adelante gracias al voto mayoritario de los diputados elegidos por aquellos dos partidos políticos.

Así pues, CIU y ERC han tomado la iniciativa, su iniciativa, pero corremos el riesgo, una vez más, de hacerla nuestra. Es suya porque parte de un sujeto político bien identificado: dos partidos políticos nacionalistas catalanes que han obtenido, conjuntamente, una amplia mayoría de los votos emitidos en las pasadas elecciones y que sostienen al nuevo Gobierno de la Generalitat. Y lo hacen sobre la base de lo poco que les une (su voluntad independentista), dejando de lado lo mucho que les separa (en materia económica, fiscal, social, etc.). No hay nada como tener un destino común para transitar un mismo camino.

La iniciativa es suya pero corremos el riesgo de hacerla nuestra –de todos: nacionalistas y no nacionalistas; independentistas y unionistas, trabajadores y empresarios; alumnos y profesores; albañiles y arquitectos; fumadores y no fumadores; etc., etc.- porque es de prever que, otra vez, se hable de esto (en el parlamento; en la academia; en los medios de comunicación; en las tertulias; en los puestos de trabajo; en la calle), como si esto fuese lo único –o lo más importante- de lo que hablar. Con la que está cayendo.

Quien toma la iniciativa lleva mucho terreno ganado. Eso lo sabe muy bien quien desde hace tiempo está siempre tomando la iniciativa. Las grandes discusiones que desde hace años tenemos en este país sobre nuestra organización territorial del poder parten, casi sin excepción, de los llamados nacionalismos periféricos (el vasco y el catalán), y el nacionalismo españolista (con su gran aparataje mediático) les sirve de altavoz. Y ahí andamos, enzarzados en la disputa de las identidades, de las naciones, de las patrias, de las soberanías y las banderas; liados en lo simbólico, convirtiendo el sentimiento en razón de Estado y de gobierno; derrochando energías sociales, políticas y económicas, como si anduviésemos sobrados de ellas.

Este país, España, ha resuelto constitucionalmente muy bien su vieja disputa nacional, al permitir que en el marco de la nación española puedan convivir, pacíficamente y con pleno respeto de sus singularidades (particularmente, las lingüísticas y culturales, que son prácticamente las únicas relevantes a estos efectos), otras naciones, nacionalidades o regiones –es lo de menos cómo se denominen- que tienen y quieren tener instituciones de autogobierno, parangonables a las que existen en otros Estados también descentralizados.

El enfrentamiento al que se empeñan en llevarnos los nacionalistas irredentos de uno y otro signo debe de ser denunciado públicamente por quienes sentimos idéntica antipatía por las ideas nacionalistas de aquí y de allá. Quienes creemos en la utopía realizable de una Europa políticamente cada vez más unida, no podemos compartir ningún proyecto de construcción o reforzamiento (del sentimiento) nacional. Por el contrario, consideramos que las energías deberían de canalizarse hacia lo verdaderamente importante: la identificación de los problemas concretos que nos aquejan (que no son pocos) y su solución igualmente concreta (no retórica).

Ello requiere que las principales fuerzas políticas del país hagan lo que tanto les cuesta hacer: ponerse de acuerdo sobre qué modelo de Estado quieren; tomar la iniciativa y proponérselo al resto de partidos políticos y al conjunto de la sociedad. No es tan difícil, pues basta con ordenar mejor el Estado que ya tenemos, que, por más que ahora se cuestione, ha funcionado correctamente, deparándonos lustros de paz social y política, así como prosperidad económica (aunque recordarlo hoy a alguien le pueda parecer un sarcasmo).

PP y PSOE, en primer lugar, y los demás partidos políticos de ámbito estatal o autonómico, después, deberían convencerse de que, llegados a este punto, la reforma constitucional resulta insoslayable para mejorar la organización y el funcionamiento de nuestro Estado. Las grandes cuestiones seguramente no precisen de ningún retoque sustancial, en tanto en cuanto la democracia, aunque perfectible, está bien asentada, y los derechos fundamentales, aunque ampliables, son generosos y están bien garantizados en el texto constitucional.

En el campo territorial, que es el que nos ocupa y preocupa en estas reflexiones, los principios básicos también son válidos, dado que la unidad del Estado resulta perfectamente compatible con el respeto de la diversidad territorial. No obstante, el paso del tiempo ha puesto de relieve que en este ámbito resulta preciso acometer reformas serias, orientadas, en primer lugar, a distribuir y delimitar mejor las competencias del Estado central y las Comunidades autónomas, a fin de que las responsabilidades de uno y de las otras sean fácilmente identificables para los ciudadanos, tal y como es de recibo en una democracia avanzada.

En segundo término, no podemos continuar con un Senado como el actual. Se ha de reformar para convertirlo en una genuina cámara de representación de la voluntad autonómica, con amplias competencias legislativas cuando de aprobar leyes estatales con importante incidencia autonómica se trate. El mejor modelo seguramente sea uno bien conocido y contrastado: el del Bundesrat o Consejo Federal alemán, un órgano en el que se encuentran representados, de manera relativamente proporcional a su población, los Gobiernos de los Länder o Estados federados alemanes.

Y, en tercer término, la definición de un modelo estable de financiación que garantice recursos suficientes al Estado y a las Comunidades autónomas para el acometimiento de sus tareas, basado en el principio de corresponsabilidad fiscal, pues solo este garantiza adecuadamente que quien gaste conozca a la perfección lo que cuesta obtener los ingresos por vía fiscal o tributaria. En ese modelo, lógicamente, se ha de garantizar también una adecuada solidaridad interterritorial, a fin de que las Comunidades autónomas con menor capacidad financiera puedan acercarse a la media, gracias a las aportaciones provenientes del Estado y de las Comunidades autónomas más ricas, sin que ello implique, en ningún caso, que una vez establecida la compensación correspondiente se produzca una alteración del orden que ocupa cada Comunidad en lo que a capacidad financiera se refiere (principio de ordinalidad).

Hay más, pero estas son las tres cuestiones centrales necesitadas de reforma constitucional. Todas (o la mayoría) de las fuerzas políticas deberían ser capaces de ponerse de acuerdo sobre ellas. Y antes que nadie el PP, cuya mayoría parlamentaria sostiene hoy al Gobierno del Estado, y el PSOE, todavía hoy principal fuerza política de referencia para la ciudadanía que se identifica con los postulados socialdemócratas. El país lo necesita. Ya no valen excusas. Hay que tomar la iniciativa para abordar con seriedad lo importante y no marearnos en el tiovivo de las identidades nacionales, los separatismos disgregadores y la frustración colectiva.

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