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“La Expo 92 era una ciudad ideal y sin barreras”

Félix Fernández. Foto: Luis Gresa (Once)

Alejandro Ávila

A Félix Hernández no le gusta que le llamen superhombre. Lo que no puede negar, en cualquier caso, es la destreza con la que ha ido salvando los obstáculos que le ha planteado la vida: desde su invidencia hasta la paraplejia, pasando por un reciente cáncer y un accidente de tráfico. De todo se ha repuesto.

La Transición le pilló dirigiendo la Once, donde le tocó “establecer la democracia en un sitio donde había tendencias de toda clase, desde la extrema derecha a la extrema izquierda”.

Cuando la democracia entró finalmente por la puerta de la ONCE en 1982, una operación de hernia le dejó parapléjico. Aunque se encontraba muy desmoralizado, tras pasar años yendo de un hospital a otro, sus compañeros le “envolvieron en papel de plata” una propuesta única: ser el director del Pabellón de la Once en la Exposición Universal de Sevilla de 1992. “Bendita sea la hora en que llegó”. Así fueron aquellos intensos meses en los que España dio un salto a la modernidad, en el que, por primera vez, no se dejaba atrás a nadie.

¿Cuál era la misión principal del pabellón de la Once?

Se trataba de dar a conocer al público en general todos los conceptos erróneos que existen sobre los discapacitados visuales, motóricos y auditivos. Nuestro lema era: “Ven y verás un mundo sin barreras”. Al entrar en el pabellón, ejemplificábamos ese lema con un vehículo adaptado para discapacitados motóricos y un autobús para comprender las dificultades para acceder a él. Reivindicábamos que debía haber taxis, autobuses, trenes y aviones accesibles. Además, para la deambulación por las ciudades era necesaria la eliminación de barreras: aceras más amplias, bordillos más bajos y con rampas en bares y organismos públicos.

¿Y para otros discapacitados?

Para los auditivos teníamos toda clase de facilidades: sistema de signos, comunicación de los mismos, folletos. Contábamos también con un equipo maravilloso de azafatas formadas que acompañaban a las personas con una discapacidad por toda la Cartuja. Dentro del pabellón teníamos del orden de 100 azafatas. Contábamos con una vivienda accesible, para que una persona pudiera desenvolverse en la cocina, el dormitorio o el cuarto de baño.

¿Salía concienciado el visitante al abandonar el pabellón?

Salieron muy convencidos, teniendo en cuenta además que muchos repitieron la experiencia. Tomaron conciencia sobre las barreras arquitectónicas, sociales y artísticas. Despertó el interés de 2.900.000 de personas y el mundo entero se enteró de todo lo que hicimos a través de la prensa internacional.

¿Fue la Expo la primera ciudad accesible?

En el recinto de la Expo teníamos encomendado que no hubiera barreras. Las barreras en la Expo no existieron y luego cundió el ejemplo para el resto de la sociedad. En lo que a España toca, se ha notado tanto en taxis, autobuses, trenes o aviones, como establecimientos públicos. Planteamos una ciudad ideal y sin barreras.

¿Diría entonces que el 92 marcó un antes y un después?

Se notó en seguida no solo en Sevilla, sino en el resto de España. En Sevilla, fueron las rampas en la acera lo que se percibió inmediatamente. Y los vados para el aparcamiento de vehículos de discapacitados. Stephen Hawking estuvo en Sevilla. Iba a Huelva y tuvimos la satisfacción de prestarle un coche adaptado para desplazarse a la ciudad onubense. A su regreso, tuvo un encuentro conmigo y estuvimos intercambiando opiniones sobre los problemas que los discapacitados encontrábamos. Creíamos que el impulso de la Expo iba a ser notable y que no tardaría en tener rendimientos. Yo creo que ha sido así.

¿ Y cómo era su día a día como comisario del pabellón?

Entraba a las 8 de la mañana y las puertas permanecían abiertas hasta las 9 de la noche. Luego seguíamos trabajando con los horarios, plantillas, observaciones positivas y críticas, para corregirlo para el día siguiente. Luego venían los compromisos que teníamos los comisarios, con visitas a otros pabellones y que nos llevaban hasta la una de la mañana.

¿Le dio tiempo entonces a visitar otros pabellones?

Visité pocos pabellones porque tenía poco tiempo, pero me satisfizo mucho el de Francia, en el que se encontraba un ministro francés que iba en silla de ruedas y con el que mantuve varias entrevistas. Me encantaron también el de Suecia, por el motivo sentimental; el de España, que era el no va más; y el de la Santa Sede. No vi muchos más.

¿Qué anécdotas guarda en su memoria?

En Suecia tienen una devoción especial por Santa Lucía, la patrona de los ciegos. Al anochecer, un grupo salía del Pabellón de Suecia en procesión. Iban con unas coronas y luces encendidas, cantando el Santa Lucía hasta nuestro pabellón. Les abríamos las puertas, se abrían en un amplio círculo, seguían cantando y después regresaban al suyo.

Creo que hubo alguna anécdota con la Reina Sofía…

Cuando la Reina de España nos visitó, hizo la experiencia en el autobús, en el que se ejemplificaban las dificultades de deficientes visuales y motóricos. Pidió un bastón blanco y un antifaz oscuro y acompañada de Mari Carmen, mi esposa y secretaria de dirección, entró y salió del autobús, dándose unos cuantos golpes por el camino. La sorpresa fue que un corresponsal extranjero me preguntó por la salud de la Reina al ver que llevaba bastón blanco y gafas oscuras.

¿Eran personas con discapacidad los trabajadores del pabellón?

En su gran mayoría eran afiliados de la Once. La totalidad de las azafatas encontraron trabajo en la Once y en empresas públicas y privadas. Si consiguieron trabajo, fue por la eficiencia con la que trabajaron en la Expo. Se vio cómo un deficiente visual, sordo o parapléjico podía desempeñar su trabajo sin problema y podía conseguir trabajo inmediatamente.

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