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Los comunes y la trampa de la indefinición

Víctor Saura

Conviene estar atentos a las señales de humo que envía el procesismo. Hace unos días se divisó una que parecía olvidada. En realidad, es un tam-tam recurrente, que va y viene con mayor o menor intensidad según el momento, y que todo indica retumbará con fuerza a medida que avance el año 2017. La letra es simple y la melodía aún más. Se resume en una admonición bíblica, y por tanto convincente. Reza así: “Es hora de que los comunes se definan, la ambigüedad ya no puede durar un minuto más”. Con signos de exclamación.

En pocas horas lo escuché por boca de Artur Mas y de alguno de las decenas de pontificadores mediáticos alumbrados por el proceso. Ignoro qué mente privilegiada ha encontrado la solución al lío de una legislatura que cabalga errática y desbocada, como aquella rueda de camión que saltó la mediana de la autopista para impactar contra el coche oficial del president Puigdemont.

Pero el tam-tam nos da la pista de por dónde debe ir esa solución: al final de todo, cuando ya no queden más conejos en la chistera, si Catalunya no es un nuevo Estado de Europa la culpa no será de quienes prometieron la independencia exprés y no la consiguieron, sino del grupúsculo de indecisos que nunca ha sabido si de mayor quería ser patriota o botifler.



Esto es lo que nos espera. El relato ahora se cocina a fuego lento pero en unos meses nos lo servirán hasta en la sopa y se repetirá más que el ajo. La legión de replicantes sólo espera una señal para ponerse al tajo. Olvidaremos todas las veces que pidieron el voto para hacer la República catalana o que con un acto más pomposo que solemne se presentó una nueva “estructura de estado”, olvidaremos todas las proclamas sobre el “mandato inequívoco del 27-S” y toda la retórica sobre la desconexión, la desobediencia y la unilateralidad. Lo olvidaremos todo, pero quedará que casi lo teníamos en las manos y la jugada se fue a pique debido a la cobardía de unos pocos.



Está decidido. Alguien se las tendrá que cargar. Aquellos que nada prometieron pagarán los platos rotos de la desilusión, porque sólo así será posible conservar las llaves de la plaza de Sant Jaume, lado montaña (y a poder ser, también lado mar). Teníamos al 45% de la población, dirán, sólo nos faltaba el 10% representado por los indecisos para llegar al 55% y la victoria habría sido imparable. Pero se echaron atrás, nos decepcionaron. Fallaron a su país.



Ya lo estamos viendo. En agradecimiento a Ada Colau y algunos más de su tropa que fueron a la mani independentista del último 11-S, cuando nadie les esperaba, Convergència y Unió (aclaración: en el Ayuntamiento de Barcelona CiU es todavía un metabolismo vivo) ha planteado la posibilidad de pactar con el diablo para echarla. Sin manías, como ha hecho siempre, porque siempre ha contado con la complicidad y condescendencia del poder mediático catalán.

Las contradicciones y desavenencias internas del tripartito, que las hubieron, son una anécdota al lado de las de este Gobierno y los grupos parlamentarios que lo apoyan, y en cambio ahora son tratadas con enorme delicadeza y esmero por parte de los medios corporativos a fin de no empeorarlas, todo lo contrario de lo que ocurrió entre 2003 y 2010.



Sin embargo, por mucho que ladren, y ladrarán mucho, sería sorprendente que los comunes cayeran en la trampa de definirse más allá de lo que ya han hecho; esto es, por el reconocimiento de Catalunya como nación y de su derecho a decidir, y contra la judicialización de la política. Intentar ir más allá sería suicida, un error a la altura del cometido por el PSOE a partir de los noventa, cuando quiso ser tan o más españolista que el PP (y obviamente fracasó). Lo saben los comunes y lo saben los perdonavidas que dicen aquello de “os estamos esperando con los brazos abiertos”.

Al contrario, habría que vivir esta indefinición sin complejos y aprovecharla para reivindicar que en Catalunya existe un espacio político donde el ser o no ser independentista roza la irrelevancia. Un lugar así es tan necesario que más que un espacio hay que verlo como un refugio, un oasis donde sentirse sólo catalán, más catalán que español, más español que catalán o sólo español tiene tanta importancia como ser carnívoro o vegetariano, fumador o no fumador, del Barça o del Espanyol.

En cambio, los comunes sí pueden reivindicar el haber conseguido lo que a lo largo de todos los años de pactismo pujolista no se pudo o quiso: que dos partidos de ámbito estatal reconozcan hoy que Catalunya es una nación y que le corresponde el derecho a la autodeterminación. En la Carrera de San Jerónimo quizás hace treinta años que no había tantos diputados partidarios de reconocer Catalunya como nación, esto es un hecho incuestionable y extraordinario al que en Catalunya no se da ningún valor porque de hacerlo no habría forma de encajarlo en el relato procesista.



En política, como en la vida, la ambigüedad y la indefinición muy a menudo son necesarios. Sin ir más lejos, el territorio procesista da cabida a anticapitalistas y a neoliberales; y no pasa nada. Allí se puede estar a favor de una fiscalidad elevada sobre las rentas altas y se puede estar a favor de una fiscalidad baja. Se puede ser partidario de un modelo sanitario basado en una red pública potente o en otro donde la red privada-concertada sea proveedora de buena parte de los servicios asistenciales esenciales.

O defender un modelo educativo 100% público, y con una alta cobertura de becas para cubrir las matrículas universitarias, u otro donde esté bien visto subvencionar las escuelas de élite que segregan por sexo y donde las ayudas lleguen a un porcentaje ínfimo del alumnado. Se puede ser de los que piensan que el empleo se crea abaratando el despido o de quienes piensan que con eso lo único que se crea es precariedad y desigualdad. O se puede estar a favor de regularizar a las personas recién llegadas o a favor de encerrarlas en una prisión alegal hasta enviarlas de una patada a su país de origen. También se puede ser pacifista y antimilitarista o se puede ser partidario de un futuro ejército catalán integrado en la alianza atlántica.

Todo esto y más tiene cabida en el espacio indepe. Todas estas cuestiones son también tan irrelevantes para sus habitantes como ser carnívoro o vegano. No pasa nada. Que sus ambigüedades duren hasta que sus definiciones lo soporten.

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