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Sobre este blog

Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

No hay i sin I: Los recortes en Investigación comprometen la innovación, no la potencian

Innovación sin investigación

L. Santamaría, J. Hortal, F. Valladares, M. Díaz, M.A. Rodríguez-Gironés, J. Moya, A. Escudero

La avaricia y la prisa son atributos del necio. Y, si ya son negativas en la vida privada, en la vida pública son devastadoras. Por ello, la iconografía y la literatura populares están llenas de advertencias sobre el peligro de guiarse por ellas. Desde el famoso cuento de la lechera, en que las efímeras cuentas alegres de la protagonista acaban con su principal patrimonio, un cántaro de leche, esparcido por el suelo; hasta la fábula de la gallina de los huevos de oro, epítome de esa avaricia que lleva a sacrificar el fruto de la paciencia y el trabajo sostenido por un engañoso beneficio presente. O incluso tabúes, como la prohibición hindú de sacrificar al ganado vacuno para consumir su carne, que el antropólogo Marvin Harris relacionaba con el peligro de acabar, para sofocar la necesidad y el hambre causadas por períodos de sequía, con la fuerza de trabajo necesaria para poner el campo en cultivo cuando retornen las lluvias.

Muy mal van las cosas cuando hay que recordarles a nuestros gobernantes hasta las verdades más sencillas de la sabiduría popular. Pero la realidad es la que es, y nuestro Ministro de Economía y Competitividad parece decidido a sacrificar la gallina de los huevos de oro que representa, al menos potencialmente, la I+D+i española con el único objetivo de paliar temporalmente el déficit fiscal y darle un balón de oxígeno a las grandes empresas. En efecto, el Gobierno articula su política en torno a dos ideas fundamentales: (1) hay que “podar” el sistema público de I+D+i para mejorar su eficiencia, potenciando las líneas que puedan producir un retorno económico inmediato y eliminando el resto, y (2) hay que fomentar la I+D+i privada, derivando fondos públicos hacia las empresas mientras se rinde un tributo más bien retórico al incremento de la financiación proveniente de éstas. Fomentar la inversión privada en ciencia es un objetivo loable, compartido por la mayor parte de nuestros investigadores y por los países de nuestro entorno. Pero el mecanismo propuesto por el gobierno no es el más adecuado. Al desviar parte de los recursos disponibles para subvencionar inversión privada, se exacerban los problemas a los que se enfrenta la investigación pública. Y ¿qué beneficios se obtienen a cambio? Ninguno. Ese es el drama. Los presupuestos públicos de I+D+i llevan años destinando una importante partida de gasto a créditos a empresas (la mitad, más o menos, del presupuesto total para I+D+i), a sabiendas de que la mitad de ese gasto no llega a ejecutarse por falta de demanda, con lo que se han dejado sin ejecutar partidas de gasto que habrían supuesto un balón de oxígeno tanto para la I+D+i pública como para los emprendedores que, contra viento y marea, aún se atreven a colaborar con ella.

Pero aún hay más. El sector privado español, en su conjunto, se ha demostrado crónicamente incapaz de utilizar fondos públicos para generar verdadera innovación industrial o empresarial. Esta incapacidad, que cuenta con muy honrosas y meritorias excepciones, parece deberse a una combinación de factores históricos y estructurales (pequeño tamaño y falta de cultura innovadora de la gran mayoría de las empresas, debilidad del sector de altas tecnologías, falta de interés del sistema financiero por inversiones de riesgo, escasa tradición de cooperación empresarial y/o público-privada) y a la estructuración inadecuada de las políticas de financiación (mecanismos de desgravación que perjudican a las pequeñas y medianas empresas, abrumadoras dificultades burocráticas para gestionar fondos públicos e insuficiente relación entre resultados y financiación, por señalar algunos de los problemas más importantes).

Si la estrategia propuesta por el gobierno condena a la I+D+i española a consumirse lentamente, ¿cuáles son las alternativas? La principal sería potenciar la investigación pública de calidad e incentivar tanto los desarrollos empresariales de ésta como las asociaciones público-privadas que demuestren dar frutos. Al contrario de lo postulado por algunas teorías económicas recientes, la inversión en ciencia de base (blue skies research) ha demostrado tener efectos muy positivos a medio plazo sobre la competitividad, además de un mayor impacto social y económico, que la investigación basada en objetivos preestablecidos y orientados hacia el mercado. De hecho, los beneficios de la ciencia básica disminuyen cuando los recursos se canalizan en exceso hacia la investigación orientada. Como concluye la Royal Society británica, es la investigación fundamental la que produce los grandes avances científicos que, al final, se traducen en el desarrollo de nuevas tecnologías, ya sea a través de la construcción de teorías más profundas y robustas, ya sea por pura casualidad.

La historiadora y economista Mariana Mazzucato desarrolla esta idea en su libro “The entrepreneurial state”, donde aporta numerosos ejemplos de cómo la industria recupera los resultados obtenidos en investigación pública para desarrollar sus productos sin tener que invertir en inciertos programas de investigación. Así, por ejemplo, todos los componentes esenciales del iPhone – desde la pantalla táctil al GPS, la memoria de estado sólido o los microchips – fueron desarrollados en proyectos financiados con fondos públicos. Más sangrante, si cabe, es el caso de la industria farmacéutica. En EEUU, el 75% de los principios activos que terminan en los medicamentos son desarrollados con dinero público. Las empresas, según Mazzucato, se limitan a recopilar esta información y embolsarse los beneficios.

Se puede argumentar que, en un momento de penuria como el actual, puede ser estratégico apostar por utilizar el conocimiento generado en el extranjero como base para el desarrollo de patentes, que comportan más réditos económicos a corto plazo, en lugar de generar conocimiento propio que pueda patentarse en el futuro. Sin embargo, es difícil que esta estrategia de usar los descubrimientos de otros para desarrollar productos sea exitosa, ya que los generadores de conocimiento tienen una ventaja temporal y de conocimientos técnicos (el llamado “know-how”) que les permite ser mucho más rápidos y eficientes en la generación de nuevas patentes. Un ejemplo paradigmático de lo “local” que puede ser la ventaja proporcionada por la generación de conocimiento fundamental lo proporciona una reciente evaluación de la investigación y educación superior británica, que muestra cómo las universidades que invierten más en investigación fundamental son las que obtienen mayores beneficios económicos a medio y largo plazo. La explicación es simple: tener información de primera mano sobre los más recientes descubrimientos teóricos y conocimientos básicos en cualquier campo de la investigación permite abordar rápidamente cualquier cuestión suscitada por una determinada línea de trabajo, otorgando uno o varios años de ventaja para el desarrollo de las patentes derivadas de dichos descubrimientos.

Lo más grave de este falso debate entre investigación básica y aplicada, no orientada y orientada, ciencia y tecnología, es que ya se ha resuelto varias veces en favor de la integración de ambas sobre la base de una ciencia básica saludable y bien financiada. Además, este debate tan recurrente como estéril evita abordar y resolver los problemas estructurales que lastran la eficiencia de la I+D+i pública y la innovación empresarial españolas. Las primeras necesitan centrarse, de forma real (no simplemente retórica), en reducir los insufribles trámites burocráticos necesarios para obtener y utilizar los fondos destinados a I+D+i, proporcionar apoyo institucional para la internacionalización de nuestros mejores grupos y corregir la falta de meritocracia en el sistema de recursos humanos. Las políticas de innovación deberían centrarse, a su vez, en introducir incentivos eficaces para atraer inversiones privadas, ligar la inversión pública en el sector privado a programas de seguimiento y evaluación (que limiten tanto la infrautilización del gasto presupuestado como el desplazamiento del gasto privado por el gasto público) y apoyar las frágiles sinergias existentes entre los sectores privado y público, facilitando las interacciones entre universidades, OPIs y empresas.

En resumen, el futuro de la innovación española pasa por actuar de forma decidida y generosa sobre los factores que limitan la eficiencia de nuestros sistemas público y privado de investigación e innovación, en lugar de recortar de forma cicatera a los elementos más activos y productivos de ambos. De lo contrario, ¿de dónde saldrán esas ideas, inventos y emprendedores que deben sacarnos de la recesión y mantenernos fuera de ella?

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