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De campesinos a camareros, de 2,5 a 5 millones, y todo el mundo a la costa

Manifestación por l'Estatut d'Autonomia en 1977.

Vicent Flor

Valencia —

Aunque es una profesión que me gusta (me gusta la profesión, no las condiciones laborales actuales para la mayoría de trabajadores), no soy periodista. Ellos siempre me piden titulares, y resumir una realidad social en apenas unas palabras me parecía una impostura. Al principio me resistía. Pero me han ganado la partida. Obviamente, la realidad es muy más compleja que un titular, pero este sería para mí el resumen de algunos de los principales cambios que se han producido en nuestro país en dos o tres generaciones: hemos pasado de una sociedad agraria a una claramente terciarizada, hemos doblado de población y estamos profundizando en la dualidad costa-interior, una fractura territorial creciente y prácticamente invisible en los medios. Por supuesto que las transformaciones sociales van mucho más allá: la incorporación de las mujeres (aún desigual) al mercado laboral y a la vida política, la generalización de la educación universitaria y un largo etcétera.

El 9 de octubre de 1977 cientos de miles de personas llenaron las calles de Valencia al grito de Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía. Es una fecha, de hecho, muy significativa de nuestra historia. Este año se cumplen cuarenta años de aquella gran movilización ciudadana. Sin embargo, ¿cómo hemos cambiado los valencianos en estas cuatro décadas?

El País Valenciano ha sufrido una profundísima transformación social en los últimos sesenta años. Aún en la década de los cincuenta del siglo XX prácticamente el cincuenta por ciento de la población activa trabajaba en el sector primario. Éramos, pues, todavía un país mayoritariamente de campesinos y ganaderos. Hoy, como es patente, ya no. En el decurso de poco más de medio siglo nos hemos transformado en un país de servicios. Sin embargo, exactamente ¿a qué nos dedicamos ahora?

Si me permitís la caricatura, hemos pasado a ser un país de camareros y de albañiles, una sociedad que ha invertido en exceso en turismo y en la construcción de segundas residencias. De hecho, el sector servicios es muy amplio y heterogéneo. Y aquí hemos apostado por lo más fácil: sol y playa. Y con consecuencias dolorosas: la destrucción importante de una parte de nuestro territorio y, atención, un modelo productivo con una productividad baja y poco o nada innovador. Solo recordaré que se dedica únicamente un 1% del PIB a I+D+i y que la mayoría de esta inversión es pública. No es de extrañar que la crisis que empezó en 2008 haya tenido consecuencias devastadoras. Solo un dato: uno de cada tres valencianos es pobre o está en riesgo de exclusión social. De hecho, los valencianos, en general, nos hemos empobrecido. En la década de los ochenta del siglo pasado estábamos ligeramente por encima de la media estatal de riqueza. Hoy, en cambio, no alcanzamos ni el 90%.

No tengo espacio para desarrollarlo: sin embargo, entre muchos otros factores, el alto fracaso escolar y el bajo índice de lectura, en mi opinión, se encuentran interrelacionados con el modelo productivo por el que los nuestros dirigentes políticos y económicos habían apostado hasta hace unos días. De una manera profundamente irresponsable. Esta elección, interesada y estrechamente ligada a la corrupción, la estamos pagando y la pagaremos a lo largo de décadas.

Otra de las profundas transformaciones sociales ha sido la demográfica. Quizá el dato que mejor puede ilustrar la importancia de las migraciones a nuestras comarcas es que, en cifras redondas, el País Valenciano tenía dos millones y medio de personas a principios de la década de los sesenta del siglo pasado y en la primera década del siglo XXI alcanzamos los cinco millones, una población similar a la de Dinamarca, Finlandia o Eslovaquia. Poco más o menos hoy somos el doble de valencianos que hace solo dos generaciones.

Y aunque hubo un fenómeno conocido coloquialmente como baby boom (mi madre, sin ir más lejos, parió a sus cuatro hijos en la década de los setenta), la natalidad de los valencianos oriundos no explica ni de lejos este crecimiento. Cifras también redondas, de los cinco millones de valencianos, aproximadamente un 35% son nuevos valencianos. Más de uno de cada tres. ¿Cómo se encuentran ahora, después una crisis larguísima? Pues, en general, no demasiado bien.

Básicamente ha habido dos grandes oleadas de migrantes al País Valenciano: españoles (castellano-manchegos y andaluces fundamentalmente) en las décadas de los setenta y ochenta, y no españoles a finales de siglo y principios de la nueva centuria. Entre estos últimos, por una parte, europeos occidentales con rentas medias-altas y, en general, propietarios y, de otra, un grueso de migrantes de naturaleza económica, pero también, en mucha menor medida, política (refugiados), en particular pero no solo del Magreb y de América Latina. Estos son los que más difícil lo tienen, ya que no disponen ni tan siquiera de derechos políticos.

Uno de los gran retos que tenemos, pues, es considerarnos iguales, a pesar de las leyes que excluyen a los no españoles de esta consideración, excluidos de los derechos más elementales. Ellos, si quieren, evidentemente, son igual de valencianos que los valencianos oriundos. Perdón por la autocita, pero escribí en el libro Societat anònima. Els valencians, els diners i la política que hay que utilizar el término de valenciano “con independencia de la lengua que hablan, la religión (en su caso) que profesan, la procedencia geográfica de ellos o de sus antepasados, su ideología, etc. En mi opinión, todos las personas que habitan las comarcas valencianas tienen derecho (si quieren, insisto) a ser considerados valencianos, tan valencianos como los de toda la vida.” Al fin y al cabo esta ha sido una tierra históricamente de migrantes. Pero ahora nos ha hace falta un modo distinto de gestionar la convivencia.

De hecho, esta nueva pluralidad, bien articulada, es decir, desde el pluralismo político y cultural, es una oportunidad para la mayoría y, en concreto, una oportunidad de crecimiento económico y social. Entre otras cosas, la migración ha rejuvenecido el país, ha incrementado el consumo interior y ha llenado el país de iniciativas económicas y, también, culturales. Estos nuevos valencianos, lejos de ser un problema, son una oportunidad.

A pesar de este brutal crecimiento demográfico, paradójicamente sufrimos despoblamiento en el interior del país. ¿Cómo es posible? Pues porque, en pocas palabras, hemos concentrado los recursos y los servicios en la costa y porque la agricultura lo tiene muy más difícil con la globalización. Incluso este proceso se puede ver en municipios interiores de comarcas costeras. Veamos el caso de La Vall de Gallinera, en La Marina Alta. Los ocho pueblos del valle tenían casi dos mil habitantes a principios del siglo XX. Hoy escasamente superan los seiscientos cincuenta. Hay que fijarse que en la década de los 70, cuando reclamábamos el autogobierno, superaba el millar de personas. Sí, eso significa que durante el período de la autonomía este bellísimo municipio (todos los valencianos deberíamos visitarlo y apreciarlo) ha perdido más de un 30% de la población. Los jóvenes, me dicen, se van a Pego o más lejos.

Esta fractura territorial es dramática. Y son necesarias políticas públicas para reconducir este problema. Los científicos sociales tenemos una responsabilidad al pensar alternativas también para estos valencianos. Por todo lo dicho, necesitamos conocernos para reconocernos como ciudadanos de una sociedad donde vale la pena de vivir. Necesitamos conocer bien el País Valenciano y este es diverso y plural, también por lo que respecta a la vertiente territorial.

Es necesario, por todo lo que he apuntado aquí, un autogobierno político y económico real, que trabaje por los ciudadanos reales y, en concreto, por los que más sufren la escasez. Y no como ahora, que el poder de gasto se concentra en un Madrid insaciable, insensible y que reparte de manera injusta los recursos de todo el mundo. De hecho, ¿qué le importan al gobierno español los residentes de La Vall de Gallinera? Al fin y al cabo el autogobierno que reclamaban los valencianos del 9 de octubre de 1977 solo tendrá sentido si sirve para mejorar la calidad de vida de nuestros vecinos. Viva el Nueve de Octubre, pues, porque queremos seguir siendo valencianos y porque somos merecedores de una vida mejor. ¿O no?

Vicent Flor es sociólogo y director de la Institució Alfons el Magnànim-Centre Valencià d'Estudis i d'Investigació

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