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Vivir con VIH: dos generaciones, el mismo estigma

Cristina supo que tenía VIH hace 20 años. \ S.P

Sofía Pérez Mendoza

En 1993 tener VIH significaba aprender a morir, no hacer planes de futuro. Cristina había cumplido los 22 y era una chica “sana y responsable”. “Mis amigas decían que parecía una madre”. Sonríe cuando lo cuenta, aunque el cambio de semblante en su rostro anticipa lo que vino después. “Todo fue muy rápido. Lo recuerdo con nitidez. Me ingresaron por neumonía. Mi madre entró en la habitación con los ojos morados de llorar y, detrás de ella, el médico. Me quedaban, me dijo, dos semanas de vida”.

Fue el aviso que dio el virus a su cuerpo. Probablemente llevaba más de dos años infectada, aunque ningún síntoma se lo advirtió hasta entonces. Fue su primer novio, con el que mantuvo una relación de ocho años, quien se lo contagió. “Estuve un mes en el hospital, donde comencé a medicarme. Tomaba hasta 80 pastillas al día”. Lo cuenta con distancia, como hablando de otra persona.

La vuelta a casa, donde vivía con sus siete hermanos, supuso una victoria agridulce para ella. “No sabía lo que me esperaba fuera. A mi madre le metieron tanto miedo que comía aparte de mi familia, con platos, vasos y cubiertos de plástico. Mi habitación se convirtió en mi particular cárcel”, recuerda. En poco tiempo, Cristina se convenció de que lo mejor era esconderse para no tener que someterse al estigma, “a la etiqueta de sidosa que ya todo el barrio me había colocado”.

Salir a la calle suponía aguantar cuchicheos de los vecinos y miradas de desprecio. Algunos conocidos, cuenta, hasta se cambiaban de acera. “Un día me caí en la puerta del portal y nadie me recogió. No querían ni siquiera rozarme. Pasé a ser el bicho raro de la noche a la mañana. Sentía que todo el mundo me tenía miedo y no podía soportarlo. Para vivir así, preferí no vivir”. Hoy reconoce que durante un año dejó de tomar la medicación, un tiempo que dio fuerza al virus para afectar al sistema nervioso de sus piernas y dejar tocado también el corazón. En 1998 sufrió un infarto que hoy le impide trabajar.

Sara convive con el VIH desde la cuna. Está en su cuerpo desde que nació –una de las vías de contagio, además de la sexual y la sanguínea, es la vertical– pero sus padres murieron y hasta que no fue adoptada no empezó a ser tratada. El virus campó a sus anchas durante ocho años. Le provocó problemas de crecimiento, de espalda y dañó algunos órganos. La enfermedad desarrollada, el sida, se había instalado ya en su organismo.

Cada 18 segundos una persona en el mundo se contagia de VIH. Según los últimos datos del Ministerio de Sanidad, correspondientes al año 2013, en España hay 83.171 casos conocidos. De las 135 personas infectadas entre enero y junio del año pasado, 102 eran hombres. De ellos, 40 fueron contagiados tras mantener relaciones homosexuales sin protección.

“El VIH es ya una enfermedad crónica”

“El último caso fue registrado hace apenas dos días”, señala Luis Buzón Martín, médico internista y residente de microbiología clínica en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid. “Las personas, asegura, reciben el diagnóstico con mucho desconocimiento. Preguntan que si se van a morir, que si no van a poder tener hijos... Pero el VIH es ya una enfermedad crónica. Es cierto que la esperanza de vida es ligeramente menor. Estos enfermos tienen más posibilidades de padecer ciertos tumores y sufren una pérdida más temprana de masa ósea, pero pueden hacer una vida relativamente normal. Especialmente los nuevos diagnósticos, ahora que la medicación no tiene casi ningún efecto secundario”, explica.

“La gente se piensa que estamos demacrados, que se nos cae la piel a trozos... Somos personas normales, no nos salen brazos por las piernas ni orejas en la tripa”. Cristina ha aprendido a reírse de sí misma. Hace unos años, la medicación producía de forma casi sistemática lipodistrofia, una distribución anormal de la grasa corporal que daba al rostro un aspecto demacrado.

El tratamiento antirretroviral que hoy siguen a rajatabla los pacientes con VIH consta de tres fármacos que pueden tomarse en una única pastilla. Aunque desde los primeros ochenta ya se venían dando pequeños pasos en las terapias para estos enfermos, el paso de gigante se dio en 1996, tras XVIII Conferencia Internacional del Sida celebrada en Vancouver. “La acción de la triple terapia fue clave para que las personas dejaran de morir a causa del VIH. Actualmente el 90% de los pacientes conocidos tienen muy controlada la replicación del virus y la posibilidad de contagio es prácticamente nula si la adherencia al tratamiento es buena”, indica Buzón.

Pero los diagnósticos siguen siendo tardíos. “La mayoría de las personas que contraen el VIH –advierte el médico– no experimentan síntomas. Por eso, es recomendable que tomemos con normalidad la realización de tests de VIH. Solo así se podrán detectar los casos de una forma más temprana y así cortar la cadena de contagios”.

Los mitos: un muro contra la aceptación

La otra tarea pendiente es el derribo de mitos. “Cuando te dicen que tienes el seropositiva inmediatamente te encoges, te cargas a la espalda la mochila del miedo, pero hoy puedo decir que, para mí, VIH son solo tres letras”, cuenta Sara que, pese a que solo tiene 21 años, ha aprendido a hacerse un lugar en la sociedad sin el temor al qué dirán. “Dos de mis mejores amigas decidieron darme la espalda cuando ocurrió todo. Eso me provocó mucho dolor, pero también me empujó a aprender a aceptarme para que los demás lo hicieran después”, añade Cristina. Se hace un silencio cómplice entre ambas. Se entienden muy bien porque, aunque pertenecen a diferentes generaciones, tienen que seguir peleando día a día contra el monstruo del estigma.

Y no solo en el propio entorno, en la calle o en el trabajo. También en las consultas médicas. “Hace unas semanas fui a hacerme la analítica rutinaria –dos veces al año– y la enfermera que me atendió no supo cómo actuar cuando le entregué el papel que informa de que soy VIH positiva. Miró a sus compañeras y al final se puso unos guantes. Fue una situación incómoda”, admite Cristina. “Y eso que el hospital es casi como mi casa”, añade después quitándole hierro al asunto.

Pero esta es más bien una excepción a la norma. “A mí nunca me ha pasado algo así y, si ha ocurrido, probablemente ni lo haya advertido por la actitud que yo tengo hacia la enfermedad. Creo que la imagen que el resto tiene del VIH depende en gran parte de la que nosotras, las personas afectadadas, le damos”, considera Sara. Cristina interviene asintiendo: “Si lo comunicamos como la mayor desgracia del mundo, te pones a llorar conmigo”.

Apoyo Positivo, una asociación que trabaja con personas con VIH y Hepatitis B y C, les ha ayudado mucho a recorrer la senda hacia la aceptación. “Yo vine aquí enfadada con el mundo. Me lo recomendó mi médico y ya son ocho años desde entonces”, cuenta Cristina, que ahora es voluntaria y presta apoyo a los grupos de nuevos diagnósticos.

Desde hace unas semanas, la alegría se contagia de puerta en puerta en la asociación. Una de las mujeres que acuden ha sido madre. Lo cuentan como un éxito que es también el de todas ellas. “Todo lo que ellos me han ayudado –dice– lo quiero devolver. El VIH ya no me condiciona, no me frena. ¿Me va a tumbar a mí un virus? De eso nada”.

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