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Transparencia, motivación y control público... sí, también en la Fiscalía

Manuel Moix, ya ex fiscal jefe Anticorrupción.

Álvaro García Ortiz

Presidente de la Unión Progresista de Fiscales —

La corrupción en España, y no solo en España, invade nuestras vidas, las portadas de nuestros periódicos y los medios de comunicación. Es un virus global, un efecto contagioso, un fantasma que recorre el mundo en alusión a las primeras palabras del Manifiesto comunista. El fenómeno de la corrupción va mas allá de los países y de los gobiernos. El mercado, la globalización, el crecimiento y el lucro como parámetros de la civilización occidental acentúan la sensación de que todo se desarrolla en una dialéctica entre la honradez y el descaro del aprovechamiento de lo público, entre la probidad y la duda de si la honestidad tiene un precio.

Alrededor de los partidos políticos, en el ejercicio del poder se suceden desde hace años escándalos de corrupción. En España, quizá por la necesidad de fortalecer las formaciones políticas en una democracia que en su tiempo fue joven, y carecía de unos partidos estructurados y sólidos, las formas paralegales o directamente delictivas de financiación fueron y son casi una evidencia. Sin duda, en el convencimiento y la aceptación, incluso social, de que las urnas legitimaban cada cuatro años conductas reprobables pero banalizadas por la falta de consecuencias de reproche social o jurídico, por la ausencia de controles… En definitiva, por la falta de castigo, o por la inacción de la justicia, unas veces inducida, otras veces provocada por sus protagonistas y las circunstancias.

Los tiempos transcurren, los países evolucionan, y de la euforia democrática y del desarrollismo y vertiginoso crecimiento económico, hemos pasado al desencanto de la modernidad y a una profunda crisis social y económica. De la tolerancia y la asunción de la corrupción como algo inmutable, inherente al hombre o al sistema, frente al pasotismo o la dejadez, nos encontramos ahora ante el reto de combatir social, política y culturalmente la corrupción, que socava el sistema y pone en peligro nuestra propia credibilidad como sociedad.

El panorama está cambiando, y poco a poco, del clamor social, de la realidad de un país inmerso en el pesimismo existencial, en una grave deriva económica compartida con los países de nuestro entorno, y gracias en particular a la iniciativa de la justicia, fundamentada en muchos casos en el voluntarismo de jueces y fiscales, estamos consiguiendo, con dificultad y esfuerzo, pero también con tenacidad y empeño, acabar con la impunidad y perseguir el delito.

Es cierto que la sociedad demanda más celeridad y eficacia, y que todavía en el imaginario popular está la idea de un poder judicial tan contaminado como el poder que trata de controlar, pero la realidad es que de manera casi implacable, poco a poco, van desapareciendo las barreras que impidieron en el pasado el control de determinados grupos de poder político, económico, social o cultural.

Es cierto que un sistema procesal inadecuado, la falta de medios estructurales, y el desapego de la clase política a la hora de resolver los problemas de la justicia están ralentizando este camino, pero el recorrido es imparable. La sociedad lo demanda, los pactos de silencio entre los poderosos y el encubrimiento sistemático se desmontan con los nuevos medios y técnicas de investigación. También con la inestimable labor de los medios de comunicación. La tolerancia cero que los agentes sociales y los ciudadanos proclaman acaba dando lentamente sus frutos y la sociedad, en apariencia, es implacable con los corruptos.

Algo ha cambiado y está cambiando también, eso se ha hecho evidente en estos días, entendemos que de manera saludable, en entornos de poder hasta hace poco inescrutables. Algo cambia y está cambiando en una sociedad, que por vez primera de una manera tan firme exige, cuestiona, analiza y sobre todo critica una institución como es la Fiscalía. 

Este fenómeno, que socialmente es positivo, va a obligar por pura supervivencia social, sin necesidad de cambiar las normas, a que seamos más transparentes, a que adoptemos todo eso que se nos pide a través de los grupos de trabajo del Consejo de Europa, a que democraticemos la institución, a que de hecho la elevemos a los estándares comunes a los países de nuestro entorno.

Es posible que adelantándose al perezoso legislador, el fiscal general, que es quien toma las decisiones en la Fiscalía, tenga que dejar de pensar que goza de un poder absoluto, y es posible también que quien nombra a ese poder absoluto, el Gobierno, no piense que con esa designación controla a toda una institución, y con ello a todos los profesionales cuyo empeño es el respeto de la ley, la promoción de la justicia.

La dimisión del fiscal jefe Anticorrupción no es una buena noticia, nunca tendríamos que haber llegado hasta aquí, pero es un síntoma de nuevos tiempos y de que la responsabilidad de los fiscales no solamente se exige y decide en los despachos.  

De eso la sociedad, los ciudadanos y los medios de comunicación ya están convencidos. Ahora solo nos queda convencer a quienes hacen las leyes y a quienes se sienten cómodos pensando que manejan todos los resortes del poder. Quizá lo hagan, quizá todavía los controlen, pero solo de  manera temporal.

Seamos optimistas, pensemos que un fantasma recorre también ahora este país: transparencia, motivación y control público y en definitiva, democracia. También, por qué no, en la Fiscalía.

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