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Meto ruido, luego existo

José Luis Gallego

El próximo miércoles 29 de abril se celebra el Día Internacional de Concienciación sobre el Ruido. O como yo prefiero llamarlo, el Día Mundial del Silencio: ese paraíso cada vez más remoto en el que mana la reflexión y que muchos perseguimos para sanar el alma y serenar el ánimo.

El objetivo de la convocatoria promovida por la ONU es concienciar a la sociedad sobre las molestias y daños que produce el ruido en nuestro organismo y en el medio ambiente y promover la conservación y el cuidado de la calma acústica. Porque lo cierto es que el silencio está en peligro de extinción. Apenas quedan rincones en nuestro entorno dónde huir del ruido de fondo: esa forma de agresión ambiental constante y para nada sutil que es la contaminación acústica.

Los expertos en salud asocian la exposición al ruido a un sinfín de afecciones del organismo que, de moderadas a severas, causan una importante pérdida de calidad de vida en nuestros pueblos y ciudades. Sin embargo, somos pocos los que nos rebelamos ante la dictadura del ruido, y menos los que reivindicamos el silencio como un derecho humano básico y exigimos que sea protegido y respetado.

El ruido es una patología social que no pasa, que no cede. Es más: que avanza con renovadas fuerzas para convertirnos en seres cada vez más insanos viviendo en entornos cada vez menos confortables y más contaminados. Porque lo primero que hay que dejar claro es que el ruido es una de las principales causas de deterioro medioambiental.

Una forma de contaminación que, aunque en buena parte procede del tráfico, de las obras o de los locales de ocio que incumplen los horarios y las normativas en materia de insonorización, también tiene un importante foco de origen en el ámbito doméstico.

Existe un sector creciente de la sociedad instalado en la creencia de que contra más ruido hacemos más somos. Se trata de una forma de adicción al decibelio cuyo lema (reinterpretando a Descartes) podría ser “Meto ruido luego existo”. Una tendencia adictiva que triunfa especialmente entre los adolescentes, para los que el ruido es una especie de ex libris social, una marca personal que tiene en el estrépito su principal seña de identidad.

Esa sería una de las explicaciones al por qué nada más acceder a su primera moto y antes de estrenarla, el chaval (o lo que es peor: incluso el padre del chaval) le pega un martillazo al silenciador del tubo de escape para que la moto meta más ruido y pueda marcar territorio allí por dónde pase. “Ahí llega Charly con su nueva moto” -se comentará entre el grupo de adolescentes- el problema es que el bueno de Charly y su flamante moto han despertado a todo el vecindario dejando a su paso un rastro de contaminación acústica que habrá puesto en riesgo la salud auditiva de no poca gente, para empezar la del propio Charly. Y no es una exageración.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) lleva años alertándonos sobre la fragilidad de nuestro sistema auditivo y los riesgos de la exposición al ruido. La propia OMS establece que a partir de los 65 decibelios (dB) el oído empieza a sufrir daños. Incluso el gobierno español advertía en una campaña de sensibilización ciudadana de los graves peligros para la salud de traspasar el umbral de los 80 dB. Pues bien, resulta que la moto trucada de Charly puede llegar a superar los 120 dB, lo cual es una auténtica barbaridad que la convierte en un arma. Por eso el exceso de ruido está castigado en nuestro Código Penal con penas de prisión que pueden ir de 2 a 5 años y multas que, en el caso de Charly, es decir por circular sin silenciador, pueden alcanzar los 300.000 euros.

Si mantengo el ejemplo de la moto no es con ánimo de singularizar y responsabilizar a sus usuarios, que en su inmensa mayoría cumplen con las normas de circulación relacionadas con la prevención del ruido. Lo hago porque de alguna manera ese tipo de conductas revela el desprestigio en el que ha caído el silencio en nuestra sociedad.

El propietario de una tienda de motocicletas me lo confesaba hace unos años con cierto sonrojo. Los fabricantes cumplen las reglas a rajatabla –me decía- de manera que hoy en día todos los modelos incorporan los dispositivos necesarios para obtener la homologación. Pero he perdido varias ventas porque los compradores me exigían que les quitara el silenciador y, ante mi negativa, se fueron a otro sitio donde su petición fuera atendida.

La contaminación acústica, el ruido, deteriora la convivencia en sociedad, pone en riesgo la salud tanto de los que lo emiten como de los que se ven expuestos a él, afecta severamente al equilibrio ecológico del entorno y puede arruinarnos y llevarnos a la cárcel. Así pues meter ruido es un mal negocio en todos los sentidos, una conducta que deberíamos revisar para desterrarla de nuestro entorno.

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