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Pablo Iglesias y el control público de los medios

Pascual Serrano

La propuesta lanzada por Pablo Iglesias proponiendo algún tipo de control público de los medios ha sido recogida con intensidad en la prensa. Sin duda, pronto surgirán “expertos independientes” que, al dictado de directivos y gerentes de los medios, desaconsejarán medidas de las sugeridas por el eurodiputado de Podemos. Pablo Iglesias se posiciona al hilo del desarrollo que está tomando el asunto de la comunicación en América Latina. Allí, los gobiernos argentino, venezolano, ecuatoriano, boliviano y uruguayo, principalmente, han comenzado una batería de medidas destinadas a democratizar la comunicación. Medidas que comprenden el desarrollo de los medios públicos y comunitarios, el establecimiento de un marco legislativo que impida la concentración de medios y que incorpore garantías de pluralidad y veracidad en los contenidos. El debate allí ha sido, y sigue siendo, intenso.

Mientras a Europa nos llega solo la versión de los grandes medios y sus holdings, calificando sistemáticamente esas medidas como leyes mordaza y ataques a la libertad de expresión, silencian que se han aprobado tras largas discusiones y consensos con profesionales, colectivos ciudadanos y movimientos sociales. Es decir, parten de una clamor popular que está exigiendo su derecho a poder acceder a los medios de comunicación, a un reparto equitativo de las licencias radioeléctricas y a que se cumplan las garantías de pluralidad y veracidad en la información que llega a los ciudadanos.

Durante años se ha dicho, desde la derecha y desde la izquierda, que la mejor ley de prensa es la que no existe. Eso estuvo bien como bandera de la izquierda durante los últimos años del franquismo, cuando se sabía que quien la iba a hacer era un ministro de la dictadura, Manuel Fraga. Lógicamente de una dictadura no se puede esperar una buena ley de prensa, ni un buen Código Penal ni una buen Constitución.

Sin embargo, en democracia nadie discute la necesidad de estas dos últimas normas. Debemos recordar que, en una economía capitalista, lo que no regula el poder púbico, no es que se quede más libre, sencillamente lo regula el mercado, que es un poder menos legítimo que el poder que legisla leyes. Las leyes de prensa a las que hace referencia Pablo Iglesias en América Latina, y de las que bien podemos aprender mucho en Europa, no son ningunas leyes mordaza.

Al contrario, quienes tienen y utilizan la mordaza son el oligopolio de grandes grupos de comunicación que establecen quién sale en pantalla, quién habla en el micrófono y quién escribe en los periódicos. Ningún Estado ni ningún Gobierno le está diciendo a los medios los contenidos que deben incluir, sencillamente se trata de, por ejemplo, permitir que un tercio de las licencias del espacio radioeléctrico se concedan a organizaciones sin ánimo de lucro para poner en marcha televisiones y radios comunitarias, vecinales, sociales o colectivas. O de impedir que una misma empresa controle el ochenta por ciento de las licencias de una región, o que acapare televisiones, radios y prensa escrita impidiendo la pluralidad. Medidas como la establecida en Ecuador, donde se han aprobado a nivel constitucional que las entidades bancarias y financieras no puedan ser accionistas de medios de comunicación por lo que ello supone de intervención ilícita en las líneas editoriales. En otros países incluso los cargos políticos y legisladores tampoco pueden ser accionistas, para así garantizar la independencia. Precisamente en España no hay gran grupo de comunicación que no tenga detrás, como accionista o como acreedor, a un grupo bancario marcándole los contenidos. Y si el grupo es pequeño o regional, a un constructor.

Los códigos deontológicos o éticos que propondrán las empresas de comunicación son una falacia. No dejamos en manos de los colegios de arquitectos o de médicos las medidas contra los profesionales que construyen un edificio que se hunde o por una negligencia provocan la muerte de un enfermo, tenemos leyes para intervenir en esos casos. En el actual mercado laboral, el código ético del periodista no existe, solo tiene uno: que lo que haga o escriba le guste a su jefe para poder volver al día siguiente a trabajar o a que le encarguen otra pieza. ¿Acaso no hemos visto el código ético en los humoristas gráficos de El Jueves? Si no les gusta lo que hay, se tienen que ir. Izquierda Unida presentó hace varias legislaturas un Estatuto del Periodista con el objeto de garantizarle su independencia frente a sus empresas y el PSOE y el PP se encargaron de que nunca se llevase al pleno del Parlamento.

Además está el asunto de la veracidad de los contenidos. Recordemos que el derecho a recibir una información veraz se encuentra en el artículo 20 de nuestra Constitución. A pesar de ello, todos los días nos desayunamos con mentiras y manipulaciones. En España hemos estado más de diez años discutiendo sobre las mentiras difundidas por unos medios en torno a los atentados del 11M, mentiras que se han confirmado por testigos que declararon cobrar por decirlas en esos medios. Constantemente se están difundiendo falsedades en la información internacional sin que ningún medio tenga que asumir responsabilidades. Probablemente el poder más impune hoy sea el mediático, que puede llamar dictador, mono o asesino al presidente del país que se le antoje. De hecho, la mentira es una de las formas actuales de la nueva censura. Por si no bastaba con vetar el acceso a los grandes medios a las voces incómodas, se pueden permitir sepultar la verdad con mentiras para que el ciudadano ya no sepa identificarla.

Una adecuada legislación no tiene que suponer mayor poder sobre los medios para el Gobierno, ni siquiera sobre los medios públicos. Al contrario, puede dotar de instituciones ciudadanas y profesionales que supervisen la pluralidad y el equilibrio de los medios públicos. También eso se está poniendo en marcha en países de América Latina, se trata de consejos profesionales independientes que se pronuncian sobre los contenidos y pueden proponer sanciones administrativas por falsedad, racismo, homofobia, atentados contra la intimidad u otras acciones indeseadas de los medios. Sin duda se trata de una forma de poner coto a la televisión basura que tanto se denuncia pero nadie se atreve a enfrentar.

El poder mediático, nacido y presentado como un cuarto poder que iba a regular los otros tres, se ha convertido en el menos democrático y legítimo de todos porque solo responde al dinero y a los intereses de sus accionistas, prestamistas y anunciantes. Así se explica que, mientras que todos los grupos parlamentarios hayan criticado los anuncios de prostitución en la prensa escrita, ningún Gobierno se atreva a prohibirla a pesar de que tendrá el apoyo unánime de la ciudadanía. No se atreven a enfrentarse al poder de los medios.

Un “todólogo” colocado por los dueños de un medio en una tertulia o como columnista en la prensa todas las semanas termina con más poder o influencia que un diputado que representa a un millón de votantes. La gran paradoja de nuestra democracia es que Pablo Iglesias va a ser menos influyente como eurodiputado que como tertuliano. Y estoy convencido de que él tampoco estará de acuerdo con eso. Por eso, creo que desde la izquierda, y desde la decencia, debemos sumarnos a su demanda de una democratización de los medios. Y la democracia la garantizan las leyes. Una leyes que no son mordaza, sino que intentan quitarnos la mordaza que nos coloca el mercado impidiéndonos acceder a nuestro derecho a informar y estar informados.

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