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Renta básica: paliativo, no solución

Manifestación ciudadana en demanda de una renta básica de ciudadanía.

Andrés Ortega

Los suizos, por un amplio margen (76,9% frente a 23,1%), han rechazado en referéndum la idea de una renta básica universal. No puede sorprender cuando ninguno de los partidos políticos de aquel pequeño pero rico y avanzado país, lo proponían, aunque los síes no han sido pocos en un país con una tasa de paro de tan solo el 3,5%. No por ello desaparecerá el tema, no ya de Suiza, sino de Europa o de otras partes del mundo. Al contrario, la consulta suiza ha contribuido en enriquecer el debate al respecto, ahora visto con cierta simpatía hasta por algunos comentaristas en el Financial Times. Está también, bajo diversas denominaciones, presente en el debate español, con las propuestas de algunos partidos. 

Sin embargo, esta especie de Estado asistencial, y menos aún si es universal, no puede ser una solución permanente, sino si acaso un paliativo temporal para algunos graves problemas derivados del menor nivel de empleo y de sueldos -con la aparición de los “trabajadores pobres” que se deriva de la globalización pues competimos con los chinos, indios y los camboyanos, entre otros muchos- y de avances tecnológicos en materia de digitalización y de automatización que no han hecho más que asomar y que pueden elevar el llamado “desempleo tecnológico”. La renta básica puede ser una cura transitoria, pero no un sustituto al trabajo (más que el empleo), esencial para nuestro ser y nuestra dignidad, y menos cuando empieza a haber un grave problema de recaudación de impuestos para poder financiar tal medida.

Lo que se proponía en Suiza era una renta mínima para todos, ricos y pobres, aunque no se precisaba su cuantía (la página web de sus impulsores mencionaba una renta básica garantizada para todos equivalente a unos 2.250 euros mensuales por persona). Ya se aplica en Alaska y en algunos otros lugares. Incluso Tony Blair puso en práctica algo equivalente, y al final lo suprimió pues a muchas familias acomodadas les servía para pagarse sus vacaciones. Pero cada vez más estudios, entre los que puede citar el del think tank Compass, abordan la cuestión con plena seriedad.

Pueden darse pasos más modestos. Y puestos a ello he defendido una alternativa, la del impuesto negativo sobre la renta, pues permite luchar mejor contra el fraude fiscal. Aunque también hay que tener en cuenta que si se exigiera pagar lo que deben en impuestos a muchos que viven de pequeños trabajos y trapicheos muchos de ellos no podrían tener actividades económicas. El problema no reside en el pequeño defraudador, sino en grandes empresas, españolas o multinacionales extranjeras, que no es que practiquen evasión, sino elusión fiscal, buscando donde pagar menos. Y esto es algo de lo que todos los países, pese a la competencia fiscal a la baja, se están empezando a preocupar y a tratar en el G-20. Pues necesita un tratamiento general internacional, o cuando menos europeo (donde existen grandes diferencias en niveles impositivos de las empresas, por ejemplo en Irlanda y Luxemburgo que se aprovechan de ello).

Como medida transitoria -especialmente en la transición hacia un mundo dominado por las máquinas- puede valer. Incluso como fórmula para ayudar a que la gente se recicle hacia nuevos conocimientos y habilidades. Es necesario que todo el mundo se beneficie del nuevo sistema tecnológico, como, por ejemplo, se plantea en Japón con el concepto de Sociedad 5.0. Pero a medio y largo plazo, incluso a corto, se plantea el problema de cómo pagarlo. Incluso más, de cómo seguir pagando unas buenas sanidad, enseñanza y pensiones públicas en un mundo en el que la competencia es global y fiscal. El Estado, lo público (que ha de incluir a Europa), tienen que recaudar más, para poder redistribuir o predistribuir mediante gasto público. Y recaudar más no es solo una cuestión de lucha contra el fraude o la elusión fiscal, sino de toda una nueva concepción económica.

Hay varias fórmulas posibles. Una sería recuperar el dinero público invertido en la educación pública o de programas tecnológicos concretos de los que se aprovechan muchas empresas. Es decir, que éstas devuelvan a la sociedad al menos una parte de esa inversión pública de la que se benefician. Otra fórmula, es la participación de los trabajadores, por medio de stock options individuales o (como en Suecia) colectivas. Es decir, ampliar la propiedad de los robots a los trabajadores que se beneficiarían así de los ingresos que generaran las nuevas máquinas (y programas). Por otra parte, el movimiento cooperativista, muy inspirado en el modelo de Mondragón, está aumentando en EE UU, y puede ser otra vía de solución parcial.

Otra medida, ya abordada aquí, sería la de crear fondos públicos de inversión, para reequilibrar la balanza entre rentas de capital y rentas del trabajo, que se está escorando de forma clara a favor del primero. Se generarían fondos estatales de inversión, no para crear empresas públicas, sino para comprar en bolsa acciones de compañías privadas y así recuperar para el capital público control sobre los mercados y, sobre todo, sobre los beneficios. No sería el gobierno de turno el que controlara estos fondos, sino gestores independientes (algo fiable en Noruega y en Alemania, aunque mucho menos en España). Al Gobierno le correspondería decidir de sus beneficios, si se producen, en el gasto público.

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