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El enemigo es la cultura

Carles Sirera

Vivimos en un periodo de auge de pseudociencias como la economía que afirman nuestra condición de seres egoístas y racionales como un juicio objetivo y contrastado sobre la naturaleza humana. Por esta razón, la economía de mercado es la forma óptima de maximizar nuestra felicidad, porque mediante la persecución de nuestro propio interés competimos entre nosotros y, de este modo, aumenta la producción de riqueza y, por ende, nuestro bienestar general. De hecho, como sostuvo Richard Dawkins en El gen egoísta, nuestra naturaleza es esencialmente egoísta e independiente de cualquier medición cultural o social que se ejerza sobre los humanos. Estamos predestinados al individualismo egoísta y quienes intenten refutar esa verdad científica fracasarán como los planificadores soviéticos.

Por lo tanto, en este análisis de nuestras sociedades no hay espacio para la cultura, porque la cultura sólo puede existir como tal si es social y compartida. Como explicaba Wittgenstein, si un grupo de niños lanza una pelota a un desconocido con la esperanza de que la devuelva, éste sólo la devolverá si conoce el juego y es capaz de entenderlo, pero ese conocimiento sólo podrá existir mediante una cultura compartida. Probablemente, el homo economicus defendido por la economía neoclásica optaría por guardarse la pelota en el bolsillo y seguir andando para alcanzar el óptimo de Pareto, aunque puede que la decisión no fuese del todo racional si el grupo de niños se enfada ante tanta descortesía. Es más, si todos los niños fuesen homo economicus, es posible que ni el mismo juego existiese.

Esto significa que si aceptamos el actual paradigma cientifista de las ciencias sociales, la cultura no diría nada sobre un ser humano que es esencialmente individualista y, además, la cultura no sería más que otro falso ídolo repleto de hipocresía. En todo caso, existiría la industria cultural, un sector de la economía que, movido por el lucro, está compuesto por culturetas que intentan maximizar la utilidad marginal de sus capacidades profesionales del mismo modo que lo hace cualquier otro proveedor de servicios. El arte como un elevado ideal que busca conmover mediante la expresión de emociones honestas sería una convención cursi pasada de moda. Antes se hacía caja empleando esa coartada intelectual, pero hoy en día nadie requiere de esa careta para esconder su afán de lucro, porque, simplemente, la avaricia ya no es obscena, es el motor de nuestra sociedad.

El problema es que todas estas afirmaciones carecen de cualquier validez científica. Estas concepciones antropológicas no han sido sometidas a ninguna prueba de validación científica irrefutable y sólo expresan la ideología de quienes las sustentan. El colapso de la Unión Soviética no prueba que el ser humano sea egoísta, eso sería una falacia similar a argumentar que la derrota del Real Madrid ante el F.C. Barcelona demuestra que la independencia de Catalunya es inevitable.

A pesar de que Greg Mankiw presenta su Principios de Economía como un conjunto de proposiciones positivas sobre el ser humano independientes de la moral, el hecho cierto es que Mankiw sostiene proposiciones normativas sobre cómo deben ser los humanos para transformarse en individuos ideales y abstractos. A día de hoy, no se conoce la existencia de ningún ser humano que sea un individuo atomizado sin familia, sin localidad de origen, sin idioma materno o sin cultura.

Sin embargo, para construir la veracidad de ese supuesto individuo racional, es necesario borrar cualquier huella que en él haya podido dejar la cultura. Por eso, la cultura debe ser desterrada del mundo académico y el mismo concepto de humanidades negado por acientífico. Mankiw y sus palanganeros no están describiendo ninguna realidad empírica, están construyendo socialmente un nuevo hombre totalmente libre de cualquier atadura contingente impuesta por la historia o la comunidad. Un nuevo hombre que tiene su antecesor en el superhombre de Nietzsche y, como él, será capaz de comprarse su propia moral, su propia cultura, su propio idioma y su propia familia en el mundo repleto de libertad de elección que le espera.

No obstante, el proyecto es irreal, porque uno es libre de cambiar de peinado, de gustos, de amigos e incluso de ideología, pero no podemos cambiar quiénes fueron nuestros abuelos y qué hicieron. Eso sí, podemos intentar que nadie sepa quiénes fueron nuestros abuelos y nadie se interrogue sobre cómo se construyó socialmente la diferencia entre superhombres y el resto de mortales. Ah, esos anhelos también son manifestación de una cultura política: el elitismo, que es esencialmente antidemocrático. Por lo tanto, cuando leamos que tenemos un problema con la selección de nuestras élites, debería ser pertinente preguntarnos si el problema no será más bien que tenemos élites.

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