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Un rey no rinde cuentas

Carles Sirera

Una oleada de académicos expertos en vislumbrar el progreso nos informa de la futilidad de la República, así como de los riesgos que entraña. Sus argumentos científicos tienen la pretensión de que el debate sobre la sucesión dinástica se descarte por intranscendente y quede relegado a ambientes marginales repletos de freaks indignados. Sorprende este comportamiento, porque, hasta la victoria de Franco en la Guerra Civil, la gran lucha política fue república frente monarquía; es decir, democracia contra despotismo.

La monarquía representa el principio de autoridad externo a la comunidad política que limita su soberanía. La monarquía es el Estado, por eso, es el símbolo máximo del poder de coacción de las instituciones sobre la población, sobre sus súbditos. El rey es una figura paterna que tutela nuestra libertad política y ese es su significado. En consecuencia, es inviolable, es inmune a cualquier acción legislativa o judicial: disfruta de total impunidad, porque el poder, si está limitado y sometido a control, deja realmente de ser poder. Este principio de autoridad se combina en nuestro ordenamiento jurídico con el principio democrático de Voluntad General expresada mediante nuestros representantes en el parlamento, pero se trata de un equilibrio imposible y conflictivo desde hace más de dos siglos. Es más, jamás se solucionará tal conflicto, porque es irresoluble: si el principio de autoridad prevalece la comunidad política siempre estará limitada por un marco institucional rígido que protege a sus responsables de la fiscalización ciudadana. Por el contrario, si el principio democrático se impone no puede existir una figura externa que fije los límites de la soberanía. Esto significa que el legislativo, la sede de la soberanía popular, adquiere la primacía y termina por domesticar al poder judicial que pierde su teórica independencia.

Este es el miedo a la democracia que mueve a tantos académicos que defienden la monarquía: sin rey caeríamos en el populismo, en el presidencialismo, en el totalitarismo, en el chavismo… En definitiva, que legalmente seríamos mayores de edad pero, por nuestra inmadurez mental, nos dejaríamos arrastrar por el primer demagogo que saliese por la tele (las personas que usan estos argumentos suelen pensar que son más listos que el resto de mortales). Por lo tanto, las personas que defienden la monarquía no son demócratas: pueden ser liberales (que es completamente legítimo), pueden ser partidarios de una amplia participación política, del sufragio universal, pero, después de todo, creen que no todos somos iguales. Perdón, creen que es imposible que todos podamos ser iguales, porque siempre existirán elites que gobiernen el mundo y, en todo caso, sólo se trata de escoger a las mejores elites posibles, a las más competentes y bienintencionadas. Cómo lograr que esas elites gobiernen por el bien de todos y no por el suyo particular es la cuestión que les alienta a escribir muchos artículos llenos de estadísticas, aunque todavía no han encontrado la respuesta. Eso sí, ni la democracia ni la republica pueden ser jamás la solución, porque, por si no lo sabían, sólo podemos jugar a la política cuando los mayores nos vigilan.

Sin embargo, el problema fundamental de España sí es la monarquía. La monarquía es ese espacio de poder libre de toda crítica, fuera de todo control y, por esa razón, todos nuestros políticos y empresarios han querido cobijarse cerca de su sombra. Todos saben que cuánto más cerca del rey más segura es su posición y mayor su influencia. De hecho, el problema de falta de independencia y madurez de nuestra opinión pública está relacionado con ese papel tutelar que ejercía la monarquía, de esos tabúes que han impedido escribir y discutir durante muchos años de muchos temas porque estaban reservados al entendimiento de los privilegiados. Sufrimos una opinión pública minorizada, en auténtica minoría de edad, por ese paternalismo institucional de nuestro sistema político. Ese paternalismo ilustrado de las personas capaces y serias que sí saben entender esto, que sí saben cómo funciona esto y que son imprescindibles. Son ellos o el caos, porque si deseamos alcanzar la mayoría de edad, librarnos de su tutela, nos terminaremos quemando con el populismo o, peor aún, con la Guerra Civil. Todo el imaginario político construido por el desarrollismo franquista para pavimentar la transición surge de golpe cuando hablamos de república. Ha sido un gran relato, pero se desmorona. No éramos una democracia 2.0 a prueba de idiotas, era la Restauración de siempre con su caciquismo y oligarquía.

Se intentarán estrechar los márgenes de discusión en nuestra opinión pública, los mensajes del régimen cada vez más desconectados de la realidad se repetirán machaconamente e intentarán convencernos que debemos darles gracias. Es posible que la generación que pasó de una dictadura a un sistema parlamentario pueda dar las gracias, pero el resto no sabemos muy bien qué diablos debemos agradecerles. Ellos piensan que el problema es Twitter, pero falla la monarquía y todo lo que representa. En un sistema democrático, la jefatura del Estado debería estar sometida a controles, pero, como esta providencial abdicación ha visualizado con meridiana claridad, una vez entronicen a Felipe VI no habrá posibilidad alguna de crear mecanismos de control sobre la jefatura del Estado.

Si el rey no debe responder de sus actos, por qué deben responder sus familiares, por qué deben responder sus amigos, por qué deben responder los políticos que lo sustentan, por qué deben responder los militantes de los partidos que lo sustentan… Sí, el problema es la monarquía.

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