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Reducir la jornada laboral: sí, pero no así

La líder de Sumar y vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz.

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Vaya por delante, para que no haya dudas, que comparto plenamente la necesidad de reducir la jornada laboral como una de las políticas que pueden mejorar la vida de las personas. En esta dirección, la propuesta de Sumar de reducción de la jornada máxima legal me parece un instrumento útil. En primer lugar, porque beneficia a las personas que no están protegidas por la negociación colectiva, también porque puede actuar como factor de arrastre de los convenios colectivos. 

Las razones que justifican una reducción de la jornada laboral son muchas. Unas de naturaleza social, en la medida que aumenta el tiempo libre, facilita el ejercicio de otros derechos, como el de la formación, y contribuye a una mejora en la calidad de vida. Se trata de un objetivo que sintoniza con las generaciones más jóvenes que quieren trabajar para vivir y no vivir para trabajar.

Hay también razones económicas. Una jornada más reducida con el mismo salario suele incidir en la mejora de la productividad. Incentiva a las empresas a innovar, tanto en tecnología, como en productos o en organización del trabajo, para compensar con innovación los aumentos de costes iniciales que supone reducir jornada manteniendo el salario. 

Además, la reducción de la jornada laboral puede contribuir a una reivindicación que a lo largo de la historia ha vertebrado el conflicto social con el de género. Se trata de trabajar menos horas para repartir de manera equitativa las tareas de cuidados y así avanzar en una sociedad más igualitaria que rompa con una distribución injusta de los trabajos impuesta por la cultura patriarcal. 

Estas y otras razones me hacen compartir el proyecto de Sumar. La próxima legislatura debe ser la de una reducción de la jornada legal máxima y este debe ser un compromiso que forme parte del programa de un futuro gobierno de coalición. Pero con la misma convicción con la que comparto el objetivo, discrepo de la manera en que se está planteando públicamente. 

La campaña puesta en marcha para legitimar la propuesta comienza con una afirmación impactante. Literalmente se dice que “hace cien años que tenemos la misma jornada laboral”. Se trata de una afirmación del todo inexacta que le resta credibilidad y legitimidad a una propuesta justa y oportuna. 

No creo que nadie se crea que en materia de jornada de trabajo y su regulación todo esté igual que hace 100 años. Entre otras cosas porque hace un siglo la jornada laboral real rondaba las 2.500 horas anuales. Hoy estamos en una jornada legal máxima de 1.826 horas y una jornada media de 1.642 al año. 

Además, tampoco es verdad que la jornada legal máxima sea hoy la misma que se fijó en 1919 fruto de la histórica huelga de la Canadiense. El 4 de abril de ese año la Gaceta de Madrid publicó el Decreto por el que se fijaba la jornada máxima en 48 horas semanales, 8 horas por seis días a la semana. 

A lo largo de estos años han sido las luchas obreras las que han conseguido sustanciales avances en la reducción del tiempo de trabajo, sea como sea que se calcule, por semanas, meses o anualmente. Así, en los estertores del franquismo y en pleno tsunami de movilizaciones obreras, la Ley de Relaciones Laborales de 1976 estableció una jornada máxima de 44 horas semanales. Luego el Estatuto de los Trabajadores de 1980 la fijó en 43 horas semanales efectivas en jornada partida y 42 en jornada continuada. Y posteriormente la reforma de 1983 estableció la jornada máxima legal en 40 horas.  

Con estos datos no pretendo suscitar un debate historicista, sino poner en valor los avances vividos en estos 100 años, en los que las luchas sindicales han conseguido reducciones importantes de la jornada legal, también en el terreno de la negociación colectiva. 

Además, como el objetivo es mejorar las condiciones de vida, tan importante como las horas que se trabaja cada día o en la semana son las horas anuales de trabajo a lo largo de toda una vida. En este sentido el reconocimiento legal de otros descansos y permisos retribuidos ha jugado un papel importante. 

En 1931, el Gobierno de la Segunda República reconoció por primera vez el derecho a siete días de vacaciones pagadas. En 1980 se amplió este derecho hasta los 23 días naturales y en 1983 se incrementó a los 30 días que rigen en la actualidad. 

Podríamos extender este recordatorio al derecho a disfrutar de 14 días festivos. Y, más recientemente, a los permisos retribuidos para facilitar la conciliación que han supuesto importantes logros en una de las grandes aportaciones del sindicalismo feminista, haciendo buena la máxima de que las reivindicaciones de género terminan siendo conquistas para toda la ciudadanía. 

En resumen, todas estas mejoras en la regulación de la jornada de trabajo suponen 650 horas de trabajo anuales menos en términos legales y unas 850 menos en jornada media que hace 100 años. No parece poca cosa para pasar desapercibida.

Esta no es una controversia técnica o de leguleyos, tiene un profundo calado político. Afirmar que la jornada de trabajo –tanto si se habla de la real como de la legal– es la misma que hace cien años comporta negar todas las luchas y conquistas del movimiento obrero durante un siglo. Y, al mismo tiempo, expresa un concepto de la política, hacer depender todo de la acción institucional de gobierno, que creo no es el que representa Sumar. 

A todo el mundo, a mí también, le seduce la idea de formar parte de un proyecto destinado a conseguir una victoria histórica, tan histórica que se remonta a un siglo atrás. Pero no puedo compartir esta seductora tentación por dos razones. La primera, porque no es verdad y la segunda porque con esta explicación se está ninguneando las luchas y avances sociales de estos 100 años, que también incluyen importantes reformas legales. Si lo hiciera estaría negando los esfuerzos, sacrificios y conquistas de la generación de mi padre, por poner un ejemplo cercano en lo personal. 

Soy consciente de la necesidad de la política de atraer la atención en un contexto hipercompetitivo y absolutamente fluido y acelerado, pero creo que la comunicación política no puede prescindir de la pedagogía. Llámenme antiguo, pero aún soy de los que creen que la política es pedagogía o no es política.  

No tengo dudas de que una reforma legal que reduzca la jornada laboral máxima, establecida hace 40 años, en 1983, es un objetivo político de primer orden por el que merece la pena batallar. Para ello la credibilidad de los argumentos es clave para conseguir su legitimidad social. 

La propuesta de Sumar nos ofrece la oportunidad de debatir cómo debe ser una reforma legal de la jornada de trabajo que responda a la realidad de la empresa y la sociedad de hoy. Mi opinión es que el marco de referencia debería ser el de la jornada anual. La jornada diaria o semanal responde a un modelo de empresa fordista y taylorista que ya no existe. Por esas mismas razones creo que establecer una distribución homogénea y clónica de cuatro días a la semana es no entender la complejidad y diversidad del mundo del trabajo y la empresa. Esta fue una de las muchas lecciones que nos dejó la frustrada aplicación en Francia de la ley de las 35 horas. Y debería ser una de las enseñanzas aprendidas.

La jornada anual permite más flexibilidad organizativa a las empresas, un objetivo que debiera ser compartido en la medida que es una estrategia útil para que los ajustes de empleo no se hagan por la vía de los despidos, la contratación temporal o a través de Empresas de Trabajo Temporal. 

La jornada anual es también más útil para los trabajadores en la medida que les ofrece más flexibilidad. Cada vez más personas trabajadoras requieren formas de personalización de su trabajo –no confundir con individualización– que requiere una flexibilidad con rostro humano, o sea pactada para que no mute en desregulación. 

En la imprescindible estrategia de los cuidados, que debe ser otra de las prioridades de la próxima legislatura, acertar en como se regula y como se legitima socialmente la reducción de la jornada laboral deviene clave. En definitiva, se trata de trabajar menos y repartir las tareas de cuidados para vivir mejor. Exactamente lo mismo por lo que llevamos más de cien años luchando y también conquistando derechos. Merece la pena hacerlo bien. 

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