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Juristocracia

Carlos Lesmes

Javier Aroca

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No sé exactamente cuándo empezó todo esto, pero hay hitos relevantes. No empezó con la amenaza de Pablo Casado en la sesión de investidura. El líder de la derecha extrema expresó su intención de recurrir no a herramientas políticas, sino judiciales, contra el candidato a la presidencia del Gobierno. Ni más ni menos que acusándolo por la vía criminal, llegado el caso; es decir, aplicando el artículo 102 de la Constitución.

De manera sincronizada, Casado había voceado con prontitud la decisión de la Junta Electoral Central contra Quim Torra, uno de los espectáculos más bochornosos de filibusterismo institucional, para minar los consensos necesarios para la investidura. Pero esto viene de más atrás: la exhibición de poder judicial de la oposición tiene que ver con la deriva intervencionista del poder ejecutivo en el dócil poder judicial, componiendo, de cámara, instituciones y tribunales desde su antes mayoría absoluta. Una inversión de futuro.

No es conveniente olvidar la confianza depositada por el propio Gobierno mariano en las habilidades afinadoras del Ministerio Fiscal, ni sus alardes en el control del Tribunal Supremo desde la tramoya.

Hubo Gobierno y no ha habido que esperar mucho para nuevas exhibiciones de poder. Tras una precoz entrevista del vicepresidente Pablo Iglesias, el CGPJ, su comisión permanente, en una expresión de rapidez inusitada, reconvino a Iglesias. Permanente y tanto, todo un sarcasmo; permanente en funciones, todo un oxímoron y un aviso. En funciones también, como para dejar –sin pudor, siguiendo la estela mariana– jueces nombrados a destajo. Otra inversión de futuro. Y los tan pulcros jueces que se dejan nombrar, oiga.

Parece que al poder judicial no le ha gustado que el candidato a la presidencia dijera que había que desjudicializar la política. ¿Hay que judicializarla? Tampoco que en el ejercicio de sus competencias constitucionales, una vez investido, haya propuesto para la Fiscalía General a Dolores Delgado. ¿Qué temen? ¿Se puede controlar la Fiscalía? Que nos digan cómo. ¿O acaso no confían en el Consejo Fiscal o en las Juntas de Fiscales? ¿Qué será eso del afinado? Quién mejor que ellos para ilustrarnos.

Desde luego, el poder no ha digerido bien las reflexiones de un leve Pablo Iglesias, a las que no me atrevo a llamar crítica, si acaso suave. Pero los permanentes, en comisiones o fuera de ellas, han saltado. Les ha molestado que se hable de humillación. Abatir el orgullo y altivez de alguien, dice la segunda acepción del diccionario; la primera no creo que proceda por su marcado carácter zoológico.

Escrutinio público deseable

En la declaración de los permanentes, que reprende como los malos árbitros al más nuevo del equipo, se hace alusión al carácter esencial del poder judicial en una democracia. Quizá ese sea el problema, que sus señorías judiciales creen que ocupan un lugar superior –la esencia– sobre los otros dos poderes. Pero no, el poder judicial no es esencia de la democracia. Lo esencial en toda democracia es la existencia de tres poderes, separados, pero en equilibrio y control mutuo democrático. Siendo el judicial el único en España no electo, ni revocable, la crítica y el escrutinio público no son solo necesarios sino deseables e higiénicos. Me temo que en los temarios para oposiciones se estudia a Montesquieu, pero poquito.

Se observa un rancio corporativismo en las declaraciones y manifestaciones de muchos jueces –individualmente o en comandita institucional–: soberbia y altivez. Ni un ministro, ni un diputado o senador, miembros electos de los otros dos poderes, se cabrean tanto como un juez contrariado que, con frecuencia, se siente humillado. Si tan afectados están por las declaraciones políticas del vicepresidente del Gobierno por ver deteriorado el poder judicial, cómo tendrían que estar por el voto de los eurodiputados de la derecha española en el Parlamento Europeo contra mayores exigencias a los gobiernos de Polonia y Hungría por el grave ataque a la separación e independencia judicial. Hasta tanto que han desencadenado uno de los procedimientos más duros de la legislación de la UE, el artículo 7 del Tratado de Lisboa. ¿Les preocupa a sus señorías la democracia europea? ¿Temen un artículo 7?

La idea de lawfare

Cuando Charles Dunlap, un general norteamericano, claro, propuso el término lawfare, no sabía que su idea de “mal uso y abuso de la ley” iba a ir tan lejos. Aquello fue a más y los americanos de la ultraderecha con vocación ultramarina vieron que aumentar, incluso hasta su deformación, el brazo judicial para resolver por esa vía, la judicial, lo que solo debería ser resuelto por la vía de la política daba resultados. De hecho, reconocen que la juristocracia es una manera de recortar la democracia liberal para así jibarizar la democracia deliberativa y representativa construida sobre la voluntad popular expresada en elecciones libres.

No es nada nuevo. La República de Weimar tuvo entre sus principales detractores activos a una parte de la judicatura alemana, contraria a los valores republicanos y humillados (versión zoológica) al viejo régimen de privilegios monárquicos alemanes. Su actitud, como demuestra la historia, facilitó el advenimiento del nacionalsocialismo que muchos de ellos profesaron con entusiasmo.

La idea de lawfare ha dado notables éxitos, de momento, en Latinoamérica. Aún es una idea nueva en su formulación reciente. No aparece todavía como término ni en The Oxford Dictionary of English Etimology, pero ha sido recibida con entusiasmo en los más extremos think tanks de la derecha, por ejemplo, la FAES. Entre sus precursores en España, no podemos dejar de reconocer el indudable protagonismo de Federico Trillo.

El peligro para todas las sociedades democráticas, alternativas o conservadoras, está ahí. La juristocracia es una amenaza y una perversión del sistema de separación y equilibrios de poderes que con tanta fe se pregona entre los que, por lo que se ve, ni leyeron ni mamaron del Espíritu de la Leyes, del barón de Montesquieu.

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