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Los ángulos muertos

29 de octubre de 2025 21:44 h

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No lo vi venir. Lo dice con pesar, con el remordimiento de no haber abonado lo suficiente sus años. Le recito entonces el inicio de un cuento de Pedro Ugarte que leí sobrecogida hace años –Enanos en el jardín–, que dice: “De Elsa yo sabía lo que puede saber un hombre de su esposa: algo menos cada día”. 

Algo menos cada día es lo que sabemos los unos de los otros, le digo. Apenas unos milímetros es la longitud inicial de ese algo. Algo menos que al ser tan poco no llega a alarmarnos. Algo tan nimio, tan poca cosa, que para qué preocuparse. Cuando lo conocí le gustaba viajar, me dice mi amiga. Cuando lo conocí nos compartíamos. Y viajábamos. Viajábamos juntos, incluso en el sofá deshilachado, porque a él también le gustaba. Pero eso fue antes de estas cuatro palabras: algo menos cada día. 

Cuando yo era una cría pensaba que el intermitente del coche era el salvoconducto para girarlo. Si no usabas el intermitente, el coche simplemente no podía cambiar de dirección. Las ruedas no giraban. Eso creía mi cabeza infantil, cuya simplicidad del mundo duró todavía algunos años. Luz parpadeante a la derecha para girar a la derecha. Luz parpadeante a la izquierda para girar a la izquierda. Y todo estaba bien, en orden y en calma, porque mi padre siempre accionaba la palanca en el momento perfecto, oportuno, exacto. Y entonces las ruedas viraban y el universo seguía su curso sin mayores sobresaltos.

Una tarde de diciembre, tendría yo unos seis o siete años, íbamos los cuatro en coche a hacer recados. Mis padres entraron en una tienda de pequeños electrodomésticos. Tardamos un minuto, dijeron. Sesenta segundos tienen una vida distinta si es primavera o si es invierno. En la puerta del local, un rey mago ofrecía caramelos a cambio de deseos infantiles, mientras nosotros esperábamos en el coche y lo observábamos a través de la ventanilla. Nosotros éramos primavera. No recuerdo bien cómo ocurrió, pero luego supe que en la vida hay simultaneidades indescifrables, un no verlo venir, de modo que a la vez que mis padres entraban en el coche con sus paquetes una mañana de invierno, mi hermano y yo salíamos de él oliendo la promesa de las flores y la yerba y los caramelos.

Mientras hablábamos con el rey para que nos diera algunos Sugus, aquel día de recados en plenas navidades descubrí tres cosas. La primera: que bajo la barba blanca del tipo que se creía rey no había ni una sola arruga, pero sí vellos negros que yo quería tocar; el segundo descubrimiento: que era imposible que aquel rey mago pudiera retener todos los deseos de todas las infancias y sus jardines. Menos aún hacerlos realidad. La tercera epifanía sobrevino cuando mis padres, sin percatarse de que nos habíamos bajado del coche mientras ellos subían, se marchaban avenida Luis Montoto abajo sin –¿cómo demonios era posible, eh?– sin poner el intermitente izquierdo para incorporarse en su correspondiente carril.

Desde que fui testigo del primer giro sin intermitente me obsesioné en constatar con esmero quién los ponía. Ya no en el coche, claro, sino en la vida. Quién arrojaba un parpadeo a la izquierda o a la derecha para facilitar la comprensión en los otros, ese anticipo tan necesario para la convivencia. O quién exhibía su luz derecha para girar a la izquierda y provocar desconcierto, que también los hay

Nuestra orfandad duró apenas unos minutos, claro, el tiempo necesario para que, según nos contaron, papá pensara un “Qué callados van los niños”, para que mamá dijera un “Qué callados van”, para que uno mirara por el espejo retrovisor sin vernos y para que ella gritara asustada un “¡Los niños!”, mientras forzaban un cambio de sentido sin intermitente.

Desde que fui testigo del primer giro sin intermitente me obsesioné en constatar con esmero quién los ponía. Ya no en el coche, claro, sino en la vida. Quién arrojaba un parpadeo a la izquierda o a la derecha para facilitar la comprensión en los otros, ese anticipo tan necesario para la convivencia. O quién exhibía su luz derecha para girar a la izquierda y provocar desconcierto, que también los hay.

Nadie me explicó entonces que hay lugares del coche donde ni los espejos ni los avisos alcanzan. Esos ángulos muertos donde metemos nuestras vergüenzas para no verlas, nuestras listas de tareas pendientes para no verlas, nuestros desamores para no verlos.

Si una busca en Google qué son los ángulos muertos, la IA –que ya aparece como primera respuesta certera a todas y cada una de nuestras preguntas– nos lanza la definición de ángulo muerto y cómo esquivarlos.

Las instrucciones son precisas y universales: ajustar los espejos laterales correctamente para optimizar la visión periférica; girar la cabeza para verificar la presencia de otros vehículos o personas; inclinar el cuerpo para mirar directamente a las áreas de los puntos ciegos; mantener la vigilancia constante y -voilà- usar los intermitentes con la debida antelación.

Lo que se gesta en cada uno de nuestros ángulos muertos, no importa lo escondido que permanezca, se nos subleva un día. Porque siempre estuvo ahí. Aparece en nuestro camino sin previo aviso y se planta frente a nosotros, como un monstruo recién nacido, como una estación de servicio abandonada cuando necesitamos combustible. 

Y entonces se da cuenta de que fue desde el inicio, desde ese algo menos cada día que no vio, que no vemos, ovillados como andamos en el ángulo muerto del otro, hasta que nos descubrimos un día buscando enanitos por el jardín. Como locos. Y allí la dejé, nadando con brazadas torpes por el océano de coches heridos, en el punto exacto donde ya no me veía

Hay tardes como hoy en las que la luz del atardecer me recuerda a todos los intermitentes doblegados y durante unos minutos vuelvo a sentirme una niña sola apretando en el puño un caramelo, mientras me reprimo el deseo de tocar las barbas oscuras que hay bajo todas las demás postizas y observo cómo las horas desaparecen por el horizonte.

El problema no es ya omitir los intermitentes. El problema es que nos quedamos obnubilados observando nuestros propios pasos, las piedritas del asfalto, nuestras propias ruinas. El problema, como en muchos otros casos, es no ver. O andar demasiado ocupados para querer hacerlo. Muchos de nuestros problemas actuales podrían evitarse usando los intermitentes, sí, girando la cabeza de vez en cuando –a un lado y al otro–, no creyéndonos conductores tan diestros, ajustando nuestros retrovisores y mirando con atención. En lugar de hacer caso a las recomendaciones que todos conocemos, preferimos no ver, pasar por alto, para que cuando estallen las desgracias, podamos decir que no las vimos venir, que no las pudimos anticipar.

Hace poco leí un librito maravilloso al que llegué escudriñando mi ángulo muerto: “El accidente” de Blanca Lacasa condensa en setenta páginas una historia de enamoramiento y desconcierto entre dos personas que no se vieron en sus respectivos retrovisores y para cuando quisieron darse cuenta ya había ocurrido el accidente. “(...) ella no sale de ese ángulo muerto. Porque eso es justo lo que es: un ángulo muerto, que es esa zona que no se puede ver pero que está. Esa ínfima parte en la que pasan cosas, donde se escriben tantas veces los peores accidentes”.

La solución, quizás, sea prestar más atención a nuestros ángulos muertos. A los ángulos muertos donde aguarda la araña que tememos, donde aguarda la palabra exacta que buscamos, donde aguarda con los ojos abiertos el niño que fuimos y que quiere volver de a ratos, el olor a infancia, donde aguarda la amenaza a la enfermedad, a la muerte, donde aguarda el síndrome del nido vacío. Donde también aguardan los cribados del cáncer de mama y el acoso escolar. 

No estaría escribiendo sobre esto si mi amiga no me hubiera compartido aquella confidencia. Pero ya no me escucha. Olvidó poner los retrovisores, girar la cabeza, activar el intermitente.

–No lo vi venir, me insiste. 

–¿Y desde cuándo no viajáis? 

–Hace años. 

–¿Hace años? 

–Sí.

–¿Años?

–Sí. 

–Pero ¿no le gustaba viajar?

–Le gustaba. 

–¿Y ya no le gusta?

–Ya no. 

–¿Desde cuándo? 

Y entonces se da cuenta de que fue desde el inicio, desde ese algo menos cada día que no vio, que no vemos, ovillados como andamos en el ángulo muerto del otro, hasta que nos descubrimos un día buscando enanitos por el jardín. Como locos. Y allí la dejé, nadando con brazadas torpes por el océano de coches heridos, en el punto exacto donde ya no me veía.