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La despoblación rural y el envejecimiento

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Durante siglos, el campo fue el corazón de la vida humana. En él se cultivaba no solo el alimento, sino también el sentido de comunidad, la transmisión de saberes y la relación íntima con la naturaleza. Era el espacio donde las generaciones convivían en una continuidad casi orgánica: los mayores enseñaban a los jóvenes, y los jóvenes cuidaban de los mayores. En el campo, la vejez era una etapa de respeto, no de exclusión. Sin embargo, en el mundo actual, esa armonía parece haberse quebrado. Hoy, el campo ya no es un lugar para viejos, y esa afirmación resume una de las mayores paradojas de nuestro tiempo: los territorios que sostuvieron la vida durante siglos se han vuelto inhóspitos para quienes envejecen en ellos.

La transformación del campo comenzó con la industrialización. Las ciudades prometieron empleo, educación, progreso y modernidad. En consecuencia, millones de jóvenes abandonaron los pueblos en busca de oportunidades, dejando atrás a sus padres y abuelos. Lo que al principio fue un flujo natural se convirtió, con el tiempo, en una hemorragia demográfica. Hoy, en muchos países, los pueblos están habitados en su mayoría por personas mayores de 65 años. Las escuelas cierran por falta de niños, las tiendas desaparecen, los médicos se jubilan sin reemplazo, y los servicios públicos se reducen al mínimo.

El resultado es una vejez marcada por la soledad y la precariedad. Muchos ancianos del campo viven aislados, con escaso acceso a transporte, atención médica o redes sociales. El simple acto de ir al médico o comprar pan puede convertirse en una odisea. Además, el abandono institucional profundiza la sensación de olvido: los pueblos no mueren solo por falta de gente, sino por falta de mirada política y social.

En las ciudades, la vejez es visible: existen residencias, programas de apoyo, centros de día y redes de voluntariado. En cambio, en el campo, los mayores envejecen lejos de las cámaras y de las estadísticas. Su vida no aparece en los medios, ni en los discursos sobre innovación o sostenibilidad. Y, sin embargo, son ellos los guardianes de un conocimiento invaluable: saben cuándo sembrar, cómo leer el clima, cómo aprovechar los recursos sin agotarlos. Representan una sabiduría práctica que, paradójicamente, se desprecia en una sociedad obsesionada con la velocidad y la tecnología.

La desigualdad territorial se traduce en desigualdad vital: nacer o envejecer en un pueblo determina el acceso —o la falta de acceso— a derechos básicos como la salud, la movilidad y la cultura

Decir que “el campo no es un lugar para viejos” no significa que los ancianos no pertenezcan al campo, sino que el campo contemporáneo ya no está preparado para ellos. Se ha convertido en un territorio donde la supervivencia cotidiana exige un esfuerzo desproporcionado. Donde antes había comunidad, hoy hay soledad; donde antes había tiempo compartido, hoy hay silencio.

El abandono del campo no solo afecta a quienes lo habitan, sino que revela una fractura profunda entre lo urbano y lo rural. Las políticas públicas suelen concentrarse en las grandes ciudades, mientras que el campo queda relegado a un segundo plano. La desigualdad territorial se traduce en desigualdad vital: nacer o envejecer en un pueblo determina el acceso —o la falta de acceso— a derechos básicos como la salud, la movilidad y la cultura.

Este abandono institucional se justifica, a menudo, con argumentos de eficiencia: “no hay suficiente población para mantener servicios”, “no es rentable abrir una escuela”, “no hay demanda de transporte público”. Pero detrás de esos razonamientos se esconde una visión utilitaria del ser humano que mide la vida en términos de productividad. Los viejos del campo no producen, por tanto, no cuentan. Sin embargo, son ellos quienes mantuvieron la tierra viva durante décadas, quienes cultivaron la comida que llega a las mesas urbanas, quienes sostuvieron una relación respetuosa con el entorno que hoy intentamos recuperar a través de discursos ecológicos.

A pesar del abandono, muchos mayores se niegan a dejar su tierra. Permanecen en el campo no solo por apego, sino por identidad. Allí están sus raíces, sus recuerdos, sus muertos. Seguir viviendo en el campo, incluso en condiciones adversas, es para ellos una forma de resistencia cultural. No se trata de romanticismo, sino de dignidad: cuidar los animales, mantener el huerto, barrer la calle del pueblo son gestos que afirman la existencia frente al olvido.

Tal vez el desafío no sea hacer del campo un lugar para viejos, sino devolverle su condición de lugar para todos: un espacio donde la vida, en todas sus etapas, pueda florecer con dignidad, cercanía y esperanza

Pero también hay quienes se ven obligados a marcharse, empujados por la necesidad o la enfermedad. Dejan atrás sus casas y terminan en residencias urbanas, desarraigados, despojados de lo que les daba sentido. La vejez, que debería ser un tiempo de calma y reconocimiento, se convierte en un exilio forzado.

Revertir esta situación no implica idealizar el pasado ni condenar la modernidad. Se trata de repensar el modelo de desarrollo y de convivencia. El campo no puede seguir siendo un espacio residual ni un decorado turístico. Debe ser considerado un territorio con derechos, con voz y con futuro. Para ello, es necesario invertir en infraestructuras, fomentar la conectividad digital, impulsar servicios de proximidad y, sobre todo, recuperar el vínculo intergeneracional.

Existen ejemplos esperanzadores: cooperativas agrícolas que mezclan jóvenes emprendedores y campesinos jubilados; programas de “aldeas cuidadoras” que ofrecen atención comunitaria a los mayores; proyectos de vivienda compartida que evitan la soledad. Estas iniciativas demuestran que otro campo es posible, uno donde la tecnología sirva para conectar y no para sustituir, donde la vida rural vuelva a ser una opción digna para todas las edades.

Decir que el campo no es un lugar para viejos es una denuncia, pero también una advertencia. Si el campo se vacía de ancianos, se vacía de memoria; si se vacía de memoria, se pierde la raíz de nuestra cultura. El futuro rural no puede construirse ignorando a quienes lo sostuvieron durante generaciones. Tal vez el desafío no sea hacer del campo un lugar para viejos, sino devolverle su condición de lugar para todos: un espacio donde la vida, en todas sus etapas, pueda florecer con dignidad, cercanía y esperanza.

En España, el envejecimiento es muy elevado, ya que los agricultores menores de 40 años suponen solo el 8,8% y la edad media es de 58,8 años. Los pueblos no mueren solo por falta de gente, sino por falta de mirada política y social.