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El puto

1 de octubre de 2025 21:01 h

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Digamos que fue entonces. Hace pocos años, en una comida familiar, confesé mi pecado: Clávale un tenedor. Esas fueron las palabras que pronuncié. Fue en la época de los primeros mandos a distancia, cuando cambiábamos de canal solo por el placer de sentirnos poderosos en la lejanía; la época de los primeros juguetes teledirigidos para niños; la época de las primeras muñecas peponas para futuras madres.

¿Por qué anda? ¿Qué tendrá dentro? Eso me preguntó un día mi hermano lleno de curiosidad por los mecanismos que hacían moverse a aquel robot oscilante que le habían traído los Reyes.

—No sé.

—¿No?

—Ni idea.

—¿Vemos lo que tiene dentro?

—Vale. Clávale un tenedor a ver —le susurré.

Mi hermano lo hizo. Le clavó el tenedor en el costado y su amigo emitió un quejido, deslizándose por el piso, perdiendo nitidez, hasta desinflarse por completo. Lo castigaron. Él nunca dijo que yo fui la artífice de la idea y yo nunca confesé. Durante aquellos días, aprendí a vislumbrar el inmenso poder de la palabra: Clávale un tenedor. Desde entonces, la palabra tenedor me sopla culpa con el sonido estridente de un globo al desinflarse.

Para mí la palabra puto nunca fue un insulto. Cuando alguien la pronunciaba, yo saboreaba una tetina de goma menguando, yo veía el acuno de las noches, yo escuchaba a mi madre cantar 'Qué bonita que es mi niña cuando duerme'

Mucho antes, mucho, yo era una bebé. Para dormir, para evadirme del mundo, necesitaba mi chupe. Pero pasaba el tiempo, allí, agazapado en una esquina, y el chupe comenzó a deformar mis dientes. Mis padres probaron de todo. Lo último, ir cortando progresivamente la tetina del chupete para que cada vez hubiera menos a lo que agarrarse –ese acostumbrarse progresivamente a la ausencia, a la falta– hasta que apenas quedó algo que chupar. Y mi padre, entiendo que desde la desesperación, decía de vez en cuando: Vamos a quitarle a la niña ese puto chupe. Ese puto chupe.

Yo casi no hablaba. Mi primer síndrome de abstinencia devino en quedarme con el adjetivo en lugar de usar el nombre de las cosas que dolían. El adjetivo, tan denostado en literatura (el adjetivo, cuando no da vida, mata), fue mi salvoconducto. Así que, en las primeras noches de ayuno, en aquel desacostumbrarse que de adulta resulta tan familiar, lloraba, suplicaba. Yo apenas hablaba. Mi vocabulario del mundo contenía solo un puñado de palabras: papá, mamá, pan, puto. Yo lloraba por el puto.

Para mí la palabra puto nunca fue un insulto. Cuando alguien la pronunciaba, yo saboreaba una tetina de goma menguando, yo veía el acuno de las noches, yo escuchaba a mi madre cantar Qué bonita que es mi niña cuando duerme

Yo, de chica, decía Colacado en lugar de Cola Cao, porque decidí añadir la “de” a todas las palabras que me sonaban a participio. Vengo de las palabras de mi infancia. De los jarambeles, de la leche que mamaste, del estómago agilao y de la habitación hecha una zahúrda.

Creí hasta bien mayor que se dormía a la interperie porque mi abuela lo decía, mi madre lo decía, mis tías lo decían. Así, por una fidelidad férrea a las raíces, perdí mi primera apuesta. Se dice interperie. Entonces aprendí que tengo un paisaje repleto de palabras que son solo mías. Interperie. Clávale un tenedor. El puto.

“Somos las palabras que usamos. Nuestra vida es eso”, defendía Saramago, consciente de la importancia del vocabulario. Supongo que por eso yo digo el puto, yo digo jarambeles, yo digo zahúrda

Tuve un amor al que le dije: Techo de menos. No sé si lo entendió. Porque eso era lo que ocurría: un desvanecimiento de toda cubierta sobre mi cabeza, un abismarme sin remedio, un dormir al raso sintiendo el frío en la cara, abrazando la bóveda celeste.

A veces, me acuerdo de El puto cuando leo el periódico. La regla es hacernos creer que tenemos la palabra cuando en realidad es la palabra la que nos viene peligrosamente dada por otros. Abandonemos el gesto de dibujar las comillas agitando nuestros dedos en el aire. Ese salvoconducto embustero que creemos que nos justifica: Ya otro lo dijo. Quizás seamos eso. Nada más.

Unas cuantas palabras. “Somos las palabras que usamos. Nuestra vida es eso”, defendía Saramago, consciente de la importancia del vocabulario. Supongo que por eso yo digo el puto, yo digo jarambeles, yo digo zahúrda. Supongo que por eso yo digo violencia machista, no intrafamiliar; yo digo asesinato, no daño colateral; yo digo recorte, no flexibilidad; digo inversión en servicios públicos, no gasto; digo violación, no abuso. Y por eso yo digo genocidio, no masacre.

Hay lecciones que se aprenden desde la cuna, como la que me enseñó que si quería hablar por mí misma y no en boca de otros tenía que encontrar mis propios términos. Y que hay palabras que son como catedrales, majestuosas y llenas de lustre. Otras son como capillas de un pueblito perdido, discretas, desnudas. Otras, castillos en el aire. Hay palabras, en cambio, que son como tumbas yermas que cavamos con nuestras uñas y que intentamos evitar para no caer en ellas. Pero caemos. Como aquella niña que lloraba por el puto, caemos. Como la mujer que escribe y se resiste a nombrar la masacre, seguimos cayendo.