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Romperse

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Aquella fue la primera vez.

Partida, la quiero partida.

Él nunca decía rota. Tendría unos tres años, o puede que rozara ya los cuatro. Estábais en la cocina: él sentado en su trona, haciendo volar sus piececitos del veintidós; tú, al otro lado de una cocina roja, con tus zapatillas del cuarenta, ambos mirando embelesados el apartamento en silencio, la cocina roja latiendo como un corazón en llamas en una época en la que las cocinas eran color madera, o formica, o pastel.

Tocaba el postre:

–¿Cómo quieres la pera?

Él tenía frenillo y no pronunciaba la erre. Por eso nunca preguntaba que por qué teníais una cocina roja si todas las que olían a pan eran color madera, o color formica, o color pastel. Por eso nunca decía rota, porque había palabras que se le enredaban bajo la membrana de la lengua y ahí quedaban, aturdidas. Y él se ponía triste, como si en lugar de palabras le administraran una medicación sublingual, como si las palabras al salir salvaran de algo.

Él tenía frenillo y no pronunciaba la erre.

Tú tenías amargura por la ruptura reciente y no pronunciabas muchas otras letras.

Él tenía frenillo y cuatro años y no sabía interrogar, y por eso ante la pregunta de cómo la quieres, respirando el aire afilado que tú exhalabas, te dijo:

–Partida, la quiero partida.

Empuñas entonces el cuchillo con unas manos inexplicables, el mismo cuchillo que tras la separación quedó a este lado del mundo, talando la fruta que se precipita sobre el plato como el árbol caído y que antecede al estruendo doloroso que ya conoces, a la vibración que sacude el aire y que obliga a protegerse del estallido mientras que cavilas, allí, de pie, en medio de una cocina roja, si de verdad un árbol que cae en un bosque no hace ningún ruido a menos que haya alguien cerca para oírlo.

Tú, que siempre has estado cerca para oír los árboles caer.

Ocurre en ese momento un titubeo, tu hijo diciendo que no, que la pera partida no, que entera, mamá, no la rompas. Tu hijo bregando con su frenillo como si, al pronunciar por fin bien, pudiera reparar lo imposible. Partida no. Rota no. Fracturada no.

Aquella fue la primera vez: explicarle que hay cosas que no pueden repararse ni pegarse. Es más: que, a veces, quedarse rota es la única forma de estar viva.

Hoy has vuelto de viaje. Una de tus mejores amigas te llama para contarte que su matrimonio se le ha escurrido entre los dedos, que se ha estrellado en el suelo de la cocina, que se ha hecho añicos, que no sabe cómo recomponerlo. Y tú te acuerdas de tu hijo llorando, suplicando arreglar aquella fruta que tú partiste en dos, cuando él aún no sabía formular la pregunta primigenia: ¿Cuándo se rompen las cosas que terminan? ¿Las que se acaban? ¿Al final? ¿O acaso están rotas mucho antes?

Le cuentas a tu amiga que estuviste en Madrid en la presentación del último poemario de Vanessa Simonka De presencia y aire. Que ella, con una voz firme, sostuvo entre sus manos un tiempo roto y dijo: “Creo en el entusiasmo y en romperse por dentro”.

Miras a tu alrededor: la maleta con la que viajaste tiene el asa rota.

La cremallera de la chaqueta no cierra.

La pantalla del móvil está quebrada.

Pero la casa huele a pino y a tierra. Suena el teléfono y de nuevo aquella pregunta insoportable: la súplica de reparar lo irreparable.

Hoy se te hizo añicos la tarde en un lamento tan grave como el ruido de un árbol caído y tuviste la tentación de pegarla. En los trozos que se desmembraron de la puesta de sol regresa con fuerza una única sospecha, y te sorprendes al escucharte recitar aquel verso de Manuel Astur: “Quedará entero quien se sepa partido”. Y sientes que sí, pero sin embargo, sin saber bien por qué, tomas una pera del frutero, la lavas y la despedazas a pequeños bocados, desgarrándola con los incisivos.