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Y, ¿para qué sirve la memoria democrática?

ESPAÑA MEMORIA HISTÓRICA

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Cuarenta años después de que debiéramos haberlo hecho, el Gobierno español ensaya ahora una Ley de Memoria Democrática, que no sólo explore, como la Memoria Histórica, ese laberinto de lorcas o de blasinfantes anónimos, de marías libertarias que pueblan todavía nuestras cunetas, como auténticos monumentos a los soldados desconocidos que cayeron a manos de los pelotones de ejecución del franquismo.

Si de una vez por todas queremos reconciliarnos, no basta con esconder el panteón de José Antonio debajo de la alfombra del Valle de los Caídos. Deberíamos encontrar el Valle de los Resilientes, en donde el marqués de Rafael de León se encontró con Ramón Perelló recién salido del Penal del Puerto, donde Angelillo pueda volver a lucir su nombre y Miguel de Molina deje de hacerse pasar por jardinero de su propia finca en Buenos Aires. Donde un generoso Rafael Alberti, vestido de marinero, vuelva a saludar a José María Pemán. Donde el almirante Luis Berenguer –ayer se cumplieron años de su muerte—vuelva a escudriñar con Juan Lobón la penumbra de los alcornocales. Donde, sabiendo quiénes somos y qué defendemos, el monárquico Salvador de Madariaga y la anarquista Federica Montseny puedan sentarse civilizadamente a hablar del tiempo, porque difícilmente tuvieran algo más que compartir.

Ahora se tratará, confío, de llamar las cosas por su nombre. Y, con la nueva ley, defender los valores de aquellos que, procediendo de ideologías a menudos antípodas, convergemos en la defensa de valores esenciales, ya saben, la igualdad, la libertad, la fraternidad, pero a boca llena, no entre dientes, ni a beneficio de inventario de los cargos oficiales. Quizá si lo hubiéramos hecho a tiempo, no tendríamos que estar a estas alturas desocupando el pazo de Meirás –doña Emilia Pardo Bazán se estará frotando las manos en la ultratumba--, o intentando evitar que con dinero público se financien organizaciones –fundaciones les llaman—que cobran de la democracia para intentar cargarse a la democracia: de la de Francisco Franco estoy hablando, por si no se me entiende, que a los andaluces nos tienen, por lo visto, que subtitular cuando hablamos o escribimos.

¿Alguien se extrañará de que la barra brava de Vox se oponga a ello? Lo raro sería que aplaudieran, cuando van por ahí con pegatinas del General Mola poniendo freedom. Tampoco le hará, maldita la gracia, a buena parte del Partido Popular, que dicen que admiran a Angela Merkel, quizá porque no entienden el alemán o no quieren entender que existe una derecha europea –haberla hayla-- a la que no se le caen los anillos por condenar el fascismo en lugar de fomentarlo. Tampoco le agradará a los frikis, cuyo nivel de memoria histórica o democrática no pasa más allá de los yoyas y de las princesas del pueblo perdidas en los platós de las televisión basura.

Cualquier memoria democrática pasa por mantener la memoria de lo que es una dictadura: en nuestro caso, ya saben, juicios sumarísimos, tiros en la nuca, delaciones en papeles cuadriculados, aceite de ricino, mujeres rapadas, poetas en la cárcel, decretos leyes, secuestro de niños, incautaciones de propiedades, persecución de bohemios, de adúlteros y de gays, inhabilitación de maestros, exilio y censura, casi todo muy gore, pero hoy parece que vuelven a gustar los deportes extremos. Si no sabemos del sitio tan chungo del que venimos, difícilmente vamos a aceptar que la democracia es mejor por muy chunga que llegue a ser también, de vez en cuando pero no todo el tiempo.

Cualquier memoria democrática pasa por mantener la memoria de lo que es una dictadura: en nuestro caso, ya saben, juicios sumarísimos, tiros en la nuca, mujeres rapadas, poetas en la cárcel, secuestro de niños, incautaciones de propiedades...

¿Para qué debería servir la memoria democrática? Para distinguir perfectamente lo que es un Golpe de Estado con tanques en la calle y picoletos en el Congreso y no una simple bravuconada fuera de la Ley como la declaración de la República Catalana. Para evitar que cualquier presidente te meta en una guerra con el pueblo en contra, que Míster X pague de los fondos reservados a unos forajidos para hacerle la guerra sucia al terror utilizando precisamente el terrorismo; o que Jorge Fernández Díaz, entre comunión diaria y comunión diaria, pagara del mismo fondo, pero siempre con mis impuestos, a decenas de policías empleados en seguirle la pista a Bárcenas para intentar inútilmente que perdiera los papeles de la Gurtel. Quizá sirva para reconocer que tenemos la suerte de disfrutar de varios idiomas co-oficiales en este país, lo que no nos empequeñece sino que nos hace grandes. Tal vez para comprender que podemos pleitear legítimamente por la soberanía del Peñón en Naciones Unidas, pero no podemos mandar la Acorazada Brunete para invadir Gibraltar; no sólo porque todavía no nos hemos recuperado de la goleada británica de Trafalgar sino porque hay treinta mil criaturas allí que suelen votar periódicamente y que quedarían muy mal en primera plana arrolladas por las tanquetas. No creo que valga, qué más quisiera, para no sentirnos incómodos ante el hecho de que el actual Gobierno progresista de España no se sume a otros países europeos en los cupos de acogida a los refugiados de Moria, en Lesbos, cuyas chabolas han ardido tanto como sus esperanzas. Esas pequeñas cosas.

En cualquier caso, cualquier ley de Memoria Democrática tendría que ser más propositiva que prohibitiva. Así que no estaría de más rendir tributo a nuestros héroes: la democracia para los que la murieron. Javier Verdejo y su célebre pintada en Almería, donde una primera comunión termino años más tarde en un calabozo de torturas. Manuel José García Caparrós y la bala perdida en el 4 de Diciembre de Málaga; poemas de Arturo Ruiz por las calles de Madrid, foto en blanco y negro de Yolanda González cuando los antifascistas volaban y los mataban siempre municiones disparadas por la policía o por los pistoleros al aire del postfranquismo y de la transición. Ninguno de aquellos mártires de la libertad ha sido reconocido aún como víctima del terrorismo. El Rey Juan Carlos, que reinó en parte gracias a su sacrificio, ahora se sigue sacrificando en su refugio de los Emiratos. 

Que la Memoria Democrática ampare también al rock and rollo que nos enseñó a ser libres de otra forma, el quejío de Távora, de Morente, de Gerena o de Meneses. La magia de Paco y Camarón a los chistes verdes y a las minifaldas, a los curas rojos y a los rojos sin cura, a los cantautores que prefirieron el destierro, el calabozo o las sanciones a actuar en El Pardo para El Caudillo, cada Navidad. Que reconozca el servicio prestado a los carnavales, donde todos los enmascarados se quedan sin máscara. A las asociaciones de vecinos que le echaron un pulso a los alcaldes del tercio familiar. A los sindicalistas de jersey de cuello vuelto que prefirieron dar dos pasos adelante pero uno hacia atrás si fuera necesario. Al cine, desde las filas de los mancos a aquella escena de Casablanca donde supimos que Rick –Humprey Bogart—había combatido en la Brigada Lincoln durante la guerra civil española o asistíamos, solos en la madrugada, al milagro de la radio como una consigna en mitad de la noche, donde a veces no llegaba el eco de las marchas militares. Las 625 líneas de Chicho Ibáñez Serrador, de Mario Camús, de Pilar Miró, de Jaime de Armiñán o de Antonio Mercero. Recordemos el Sáhara y las huelgas de hambre de Lluis María Xirinacs, la revista “Triunfo” en el sobaco, las veinticuatro bofetadas de las redadas, los antidisturbios cargando contra un puñado de papeles, sueños en las manos que diría Labordeta.  

Pero la Memoria Democrática debe señalar con el dedo a lo que no es. Ni memoria, ni democrática. A quienes no se sienten definitivamente a gusto con este sistema, por mucho que presuman de defender ellos solos a una Constitución que interpretan a su forma. ¿Para qué sirve la memoria democrática? Citemos a los clásicos: para que las mentiras parezcan mentiras. Y las verdades –al menos unas pocas, las necesarias—no tengan complejos. 

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