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De la 'Sevilla feliz' a la gran depresión: “Hemos estado pagando las deudas de la Exposición del 29 hasta hace 20 o 30 años”

Plaza de España de Sevilla, que fuera pabellón de España en la Expo del 29

Alejandro Luque

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El jurista y escritor José María Izquierdo lo detectó muy bien en las primeras décadas del siglo XX: la ciudad de Sevilla se encontraba en un proceso de tránsito entre un mundo antiguo, que él añoraba, y un mundo que iba cambiando a toda velocidad. Para recordar estas circunstancias, el Espacio Santa Clara de la capital hispalense ha acogido en las últimas semanas el ciclo La Sevilla de las Modernidades. Centenario del 29, en el que diversos expertos han debatido sobre ese momento histórico que marcó el devenir de la ciudad. El colofón lo pusieron los profesores Carlos Arenas y Leandro Álvarez Rey, expertos en economía y sociedad, y política del primer tercio del siglo XX, respectivamente.

En la cita, que contó con la moderación de Alicia Almárcegui, del Centro de Estudios Andaluces, Carlos Arenas empezó recordando que el propio Izquierdo hablaba de “la felicidad de ser sevillano”. “En aquella Sevilla en expansión estaban contentos los rentistas, los propietarios de tierras, los dueños del patrimonio, los especuladores, todos los cuales esperan a la Exposición del 29 para vender más. Lo mismo puede decirse de la gente del sector turístico. Todos ellos cumplen con la idea de la Sevilla contenta, pero llega Ortega y Gasset con su Teoría de Andalucía, y habla del narcisismo de los sevillanos, preguntándose por qué están tan contentos, si no tienen tanto de lo que enorgullecerse”.

Los más fervientes sevillanófilos, se dijo también, eran los primeros sevillanófagos. Se comían la ciudad. Y lo mismo sucede con los más patriotas de hoy, que son los más corruptos

Arenas, que ha abordado estos asuntos desde hace 30 años, describe los defectos y problemas estructurales que padecía la Sevilla del momento, “con una grave crisis agraria y también la crisis cultural, y mucha gente que no invierte y basa su actividad en la baja productividad y los bajos salarios, para que les resulte rentable”. También cita el profesor de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Sevilla a Jürgen Habermas para subrayar que “la imagen de una ciudad la construyen las élites. La imagen de Sevilla tiene una raigambre milenaria, que la gente comparte desde la beneficencia, el clientelismo, la ordenación jerárquica de las fiestas… Pero la gente en general vive bastante mal, hacinados, con tasas de mortalidad enormes, fraudes alimentarios y bajos salarios”.

Morir a gusto

El profesor recuerda también aquella frase del doctor Salvat, que afirmaba que los sevillanos “hasta morir lo hacen a gusto”. “No era verdad”, discute Arenas. “A simple vista parece que los sevillanos de la época no tienen ganas de mejorar, pero es que no pueden: ni por los medios de producción, ni por formación, ni por cultura. En ese momento, como en todo patriotismo, lo pomposo y lo tramposo van unidos. Si alguien encuentra una concomitancia entre aquello y lo que vivimos hoy, no es pura coincidencia”.

“Los más fervientes sevillanófilos, se dijo también, eran los primeros sevillanófagos. Se comían la ciudad. Y lo mismo sucede con los más patriotas de hoy, que son los más corruptos”. Ante este panorama, la llegada de la Exposición prometía un boom turístico que resultó ser un fracaso. “La gente no vino como se esperaba, sobrevino la crisis. Se aprovecharon de la coyuntura personajes como Aníbal González, que llenó de ladrillo la Plaza de España, o Fernández Palacios, que vendió todos los hierros posibles para llenar de rejas la ciudad. Pero los problemas de la Exposición se van a ver sobre todo en la República, cuando acontece la mal llamada Sevilla Roja, con una gran conflictividad social. Y el resultado es que Sevilla ha estado pagando aquella deuda hasta hace 20 o 30 años”.        

Por su parte, Leandro Álvarez Rey dibuja una etapa marcada por el golpe de Estado de Primo de Rivera y la implantación de la primera República. “Hasta el año 23, Sevilla se desarrollaba en el marco de la Restauración, con una política caciquil llamada a sostener la monarquía que venía representada por dos grandes partidos, los liberales encabezados por Pedro Rodríguez de la Borbolla y los conservadores de Eduardo Ybarra González”.

Ya antes del golpe, sin embargo, se venían advirtiendo señales del deterioro de esa política, y fueron adquiriendo fuerza los sectores fuera del sistema, como un republicanismo moderado que va a ser sustituido por el radical Martínez Barrios, las organizaciones obreras y las autotituladas verdaderas derechas. “Todo saltó por los aires tras el golpe de Primo de Rivera, que destituye a los alcaldes, deroga la Constitución e impulsa la Unión Patriótica, donde –sobre todo en una primera etapa– va a verse reforzada la derecha católica, que se hará con el Ayuntamiento”, apunta Álvarez Rey.

Necesidad de un motor

“Pero la dictadura, que parecía provisional, empieza a institucionalizarse y a consolidarse. Primo de Rivera, con una política de grandes obras públicas, decide que tanto la Exposición del 29 como un proyecto similar que hay en Barcelona pasen a convertirse en el escaparate de los logros y bondades de la dictadura”, prosigue el profesor. “Manda a Sevilla a un hombre de su confianza, el célebre Cruz Conde, militar y bodeguero cordobés, y empiezan los desencuentros con el Ayuntamiento de los derechistas católicos, quienes consideran que antes que nada están las necesidades de la ciudad: un alumbrado, un alcantarillado o un acerado que se encontraba en condiciones deplorables”.

Estallará así un conflicto que cristalizará en el verano de 1917 con la sustitución del Ayuntamiento existente por uno dócil, presidido por Nicolás Díaz Molero. “Llegamos así a una Exposición que desde el punto de vista cultural, artístico y urbanístico cumplió las expectativas, pero que fue un desastre para los intereses de los sevillanos. Endeudó las arcas municipales de manera desorbitada y generó un paro considerable. Los problemas de Sevilla empiezan el mismo día que se inaugura la Exposición”, agrega.

De hecho, los problemas derivados de la Exposición del 29 no se entienden sin tener en cuenta la demografía: en 20 años, la ciudad pasó de tener 150.000 habitantes a 250.000. “Por eso, es discutible que podamos llamar sevillanos a una población que, a principios de los años 30, no había nacido en Sevilla en su 60 por ciento”, dice Álvarez Rey. “Con todo, se puede decir que el siglo XX sevillano es el de una ciudad entre dos exposiciones, aunque la del 29 y la del 92 no tuvieron nada que ver: el 92 no tuvo ni un 50 por ciento de analfabetismo, ni un problema de vivienda como el de principios de siglo. Pero los problemas se han ido alargando en el tiempo, y la no modernización de la economía de la ciudad se debe en parte a esa idea de que, para acometer reformas, es necesario un magno acontecimiento que sirva de motor”.

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