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Un juego de alto riesgo

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Entre los bulos, la polarización y la tendencia a normalizar a los autócratas, la democracia está retrocediendo en todo el mundo. También en España donde desde hace tiempo los insultos son habituales en el discurso político como herramienta electoral para extender el odio y deshumanizar al enemigo, que ha dejado de ser el rival. 

No es casual que en el último estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) sobre la calidad de la democracia, el 80 por ciento de los encuestados prefieren la democracia –menos mal- pero creen que en España es mala y va a peor.

De hecho, en la confianza de los ciudadanos no aprueba ninguna institución, ni el Gobierno de España, ni los gobiernos autonómicos, ni los tribunales, ni los medios de comunicación. Algo que, lejos de hacerles reflexionar, les da igual a los partidos políticos que están protagonizando un duelo diario a garrotazos que, en buena medida, parte de la no aceptación de la legitimidad de un Gobierno de Pedro Sánchez con el apoyo de grupos de la izquierda y de grupos independentistas.

Por lo que nos toca, los medios de comunicación somos percibidos como agentes de los poderes políticos y económicos cuya supervivencia, en muchos casos, depende de las aportaciones institucionales. El control del debate público está quedando en manos de los aparatos de los partidos y de las decisiones judiciales. 

La consecuencia está siendo que cada vez son más los ciudadanos que sienten hastío y desconfianza hasta el punto de que muchos están desconectando del sobresalto cotidiano de los informativos.

En un reciente artículo, Soledad Gallego-Díaz ponía un ejemplo con el que coincido, el de la filtración de las comunicaciones privadas sin relevancia penal entre el presidente de Gobierno y el entonces ministro Ábalos antes de que éste fuera investigado judicialmente.

Hay medios de comunicación que, con buen criterio, las denunciaron (todos sabemos cómo operamos en nuestras comunicaciones privadas en WhatsApp) pero al mismo tiempo las reprodujeron una y otra vez durante horas. Por mimetismo o por no quedarse atrás en la estresante carrera de las audiencias, terminaron por convertirse en propagadores de lo que querían denunciar.

Otro ejemplo, este en Aragón. No hay denuncia ante la Policía Nacional, lo han negado el director del Parador Nacional de Turismo de Teruel, la entonces delegada del Gobierno de Aragón, Pilar Alegría, y el entonces ministro de Transportes, José Luis Ábalos, que se ha querellado, no ha trascendido testimonio o evidencia pública alguna, pero ya ha cumplido su objetivo la utilización electoral de que hace cinco años hubo una orgía con prostitutas y destrozos en la suite del establecimiento.

La diputada y ex alcaldesa de Huesca, Ana Alós, llegó a dejar caer que Pilar Alegría habría encubierto a Ábalos para llegar a ser ministra y portavoz del Gobierno. A Pilar Alegría, que se alojaba en el Parador esa noche y que ha soportado devastadores ataques en las redes sociales, le llegó a preguntar la portavoz del PP, Rocío Dívar, en la comisión de investigación del Senado: “Yo no soy capaz de distinguir a una mujer que ejerce la prostitución. Usted supongo que tampoco, ¿O usted sí?”.

Los rivales políticos, incluido el presidente de Aragón, condenaron los ataques machistas pero políticamente no respetaron su presunción de inocencia. Si la mercancía sirve para desgastar al enemigo, pues adelante con ella sin cautela alguna aunque esté averiada.

Tan preocupante o más es que casi el 80 por ciento de los encuestados por el CIS creen que los tribunales no tratan igual a ricos que a pobres y casi el 90 por ciento que tratan mejor a los políticos que a los ciudadanos de a pie. No aprueban ni los tribunales ordinarios, ni el Tribunal Constitucional cuya credibilidad se está minando irresponsablemente desde algunos líderes del principal partido de la oposición cuanto más se aproxima la sentencia sobre la ley de amnistía para la normalización en Cataluña.

Esto es lo que hay y lo que seguirá habiendo durante lo que queda de legislatura. Todo vale para abrasar al enemigo ante la opinión pública con falsedades y expresiones brutalmente emocionales, que desprenden odio y patean los argumentos racionales. No importa lo que pensemos los ciudadanos ni que se esté resintiendo la confianza en la democracia. Algo esto último que tiene mal arreglo.