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ENTREVISTA

Santiago Beruete: “La Tierra es un jardín en custodia que debemos legar, si no la situación no hará más que empeorar”

Santiago Beruete en los alrededores del Parador de Cangas de Onís

Lucía Martínez

Cangas de Onís —

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Santiago Beruete es doctor en Filosofía, materia que enseña a sus alumnos en un instituto de Ibiza, donde reside. Además, es antropólogo, ha escrito cuatro libros (y tiene un quinto en camino) y es un experto y un enamorado de los jardines y el paisajismo. Se diría que hay que moverse muy rápido para ser tantas cosas en una sola vida, pero este filósofo es una persona pausada, que transmite calma y serenidad.

Hablamos con él mientras le rodean los Picos de Europa, a escasos metros del río Sella, en el Parador de Turismo de Cangas de Onís, a donde se ha desplazado para participar en el festival ‘Bosquegrafíes’, un encuentro de reflexión en torno a la naturaleza desde el lenguaje artístico.

Viene a ‘Bosquegrafíes’ a hablar, entre otras cosas, de dos de sus especialidades: filosofía y naturaleza, ¿cuál es la principal relación entre ambas? 

He titulado la charla ‘El bosque como templo de la Filosofía’, porque yo veo una intimísima relación. Primero, porque los bosques fueron los primeros templos donde experimentaban nuestros ancestros ese sentimiento de asombro y sobrecogimiento, que al final es la emoción filosófica por excelencia. En ‘Metafísica’, Aristóteles dice que los seres humanos comenzaron a filosofar llevados por el asombro, por el estupor ante los fenómenos naturales. Uno de los lugares donde, sin duda, ocurrió esto son los bosques, por eso la idea del bosque como templo de la filosofía.

La filosofía, en sus orígenes y durante mucho tiempo, fue una actividad practicada al aire libre, con una atmósfera bucólica, en jardines arbolados. La Academia platónica, el Jardín de Epicuro, el Gimnasio… eran parques arbolados donde el ejercicio de la filosofía se hacía al aire libre. Uno puede imaginarse que las palabras de Platón o Aristóteles no debían sonar igual y con tanta solemnidad en medio de la naturaleza, bajo el trino de los pájaros o el murmullo del viento meciendo las hojas. Los espacios arbolados a lo largo de la historia han sido un espacio privilegiado para la práctica de la enseñanza de la filosofía.

Además, el árbol ha sido una de las grandes metáforas que ha utilizado la filosofía. Nos olvidamos de que la filosofía desarrolló esta idea de que las ramas del saber estaban integradas en forma de árbol, en una especie de metáfora visual de la unidad del conocimiento, y que el tronco de ese árbol era la filosofía, y las raíces se hundían en el mito, en la época presocrática, etcétera.

Esto ya lo emparenta muchísimo, pero es que aún hay más: desde el punto de vista de la biología, los árboles, como las plantas, son seres autótrofos, es decir, producen su propio alimento a través de la fotosíntesis. En este sentido, encarnan mejor que nadie lo que, según los clásicos, representaba la figura del sabio como una criatura autosuficiente. Al final, filosofía significa amor a la sabiduría. Parafraseando a Platón, el sabio es aquel que se basta a sí mismo para ser feliz. Para mí, los árboles ilustran y ejemplifican mejor que nadie esa forma de vivir filosóficamente.

La filosofía no es un saber especializado, erudito, solo para expertos Llevar la filosofía a la calle, a la gente, a los bares, a los hospitales, a las residencias de ancianos, a los psiquiátricos y a las cárceles, esta es la idea que yo tengo

Comentaba antes que la filosofía siempre se había practicado al aire libre. Precisamente, su charla se desarrolla en un arboreto, ¿cree que esas mismas palabras, pronunciadas en una sala cerrada, tendrían un sentido diferente?

Yo estoy convencido de que sí. Cuando la filosofía se encerró entre cuatro muros, en espacios enclaustrados, perdió algo que algunos de los que nos movemos en este terreno queremos recuperar, que es esta naturalidad, esta espontaneidad, esta frescura, esta idea de que tiene muchas cosas que seguir diciendo a las personas del siglo XXI. No es un saber especializado, erudito, solo para expertos, sino algo que va directamente a las grandes cuestiones de la vida. Yo he participado últimamente en festivales de filosofía en la calle, he dado bastantes charlas en jardines botánicos y al aire libre. Llevar la filosofía a la calle, llevar la filosofía a la gente, a los bares, a los hospitales, a las residencias de ancianos, a los psiquiátricos y a las cárceles, esta es la idea que yo tengo.

Por otro lado, a lo largo de la historia, el mundo del arte se ha inspirado en la naturaleza y, sin embargo, parece que hay cierta tendencia a centralizar la cultura en las ciudades, ¿no le parece contradictorio?

Es contradictorio y, hasta cierto punto, natural. Voy a decirte un dato que explicaría todo esto: En 1900, el 10% de la población mundial vivía en ciudades. En el año 2005, el Observatorio de Naciones Unidas alertó de que ya más de la mitad de la población del mundo vivía en entornos urbanos, y se calcula que en unos 25 años lo hará el 70%. Es decir, hay un fenómeno, no solo de explosión demográfica, sino de concentración urbana impresionante en algunas áreas del mundo. Es sobrecogedor.

Cuanta más concentración urbana, cuanta más superpoblación, mayor es el anhelo de retornar a la tierra, mayor es esta nostalgia arborícola. Y por eso, paradójicamente, es en las grandes ciudades donde reverdece toda esta veneración por la naturaleza, lo veo normal.

Lo que me parece más criticable son las contradictorias, y también a veces depredadoras, relaciones entre campo y ciudad. Los habitantes de las ciudades, tal vez impulsados por esta nostalgia y veneración de la naturaleza, acuden al campo casi como si fuera un parque temático. Lo idealizan, lo convierten en una especie de culto muy alejado de lo que es la realidad. Y tienen unas relaciones muchas veces depredadoras. Yo vengo de las Islas Baleares, y allí vemos como los entornos más bucólicos se convierten en un objeto de consumo. El turista consume durante un rato y se va, no entrando a entender realmente ni lo que es la cultura tradicional, ni lo que es la vida del campo, ni siquiera a saborear con tiempo y a conciencia lo que es disfrutar de la naturaleza.

A diario consumimos recursos imprescindibles para nosotros, como los alimentos o la energía, que vienen de la naturaleza. Sin embargo, estamos llevando al planeta a una situación límite. ¿Qué cree que hace falta para producir un cambio real en nuestra forma de relacionarnos con el medio ambiente?

Yo veo esto con muchísima inquietud. El miedo al colapso climático está muy presente, y este colapso climático está asociado a una emergencia ecosocial. También a una crisis social, a una crisis institucional, una crisis de todo tipo. Muchas veces se habla del déficit de naturaleza, de los urbanícolas de la sociedad moderna. Pero a mí me parece que a este déficit de naturaleza se suma un déficit de sentido, de propósito, de significado. Y que, para salir de aquí, necesitamos transformar todo nuestro sistema de creencias.

Estamos hablando, por tanto, de una revolución espiritual. Es un cambio de mentalidad, una transformación del todo. Para modificar nuestros patrones de consumo y de producción necesitamos transformar todo nuestro sistema de creencias, y para hacer eso necesitamos desarrollar una nueva cultura planetaria. Transformar los temas relacionados con el planeta sin transformarnos a nosotros es una quimera, y esto plantea retos muy grandes. Tenemos que empezar por hablar de justicia social, de decrecimiento.

La esperanza conjuga, desde mi punto de vista, tres verbos que son esenciales: simplificar, reducir y repartir. Y esto tiene implicaciones políticas, sociales y económicas. Pero lo que nos sacará de aquí es una revolución espiritual que tenemos pendiente

La esperanza conjuga, desde mi punto de vista, tres verbos que son esenciales: simplificar, reducir y repartir. Y esto tiene implicaciones políticas, sociales y económicas. Pero lo que nos sacará de aquí es una revolución espiritual que tenemos pendiente, y que sucederá cuando los seres humanos, por seguir con estas metáforas jardineras, empiecen a ver el planeta como un jardín, a tener una relación animista con ese jardín y lo cuiden con mano verde. Hasta que no entendamos que la Tierra es un jardín en custodia que debemos legar a la siguiente generación, y no un bien de consumo más, la situación no hará más que empeorar.

Veo voces desde muy distintos ámbitos: desde la filosofía, desde el activismo medioambiental, desde la espiritualidad, que tienen que aprender a conciliarse en un coro conjunto. Tenemos que desarrollar una narrativa colectiva, persuasiva y que movilice esas fuerzas luminosas del altruismo para salvar el jardín terráqueo, para salvar lo que más amamos. Solamente amamos lo que cuidamos, y en esta lucha estoy yo, por lo menos.

Resultan llamativos los títulos de sus libros: Jardinosofía, Verdolatría, Aprendívoros… ¿cree que es necesario acuñar nuevos términos de cara a esa transformación de nuestro sistema de creencias que mencionaba?

Soy muy aficionado a los neologismos. Estas obras, que ahora son cuatro y pronto serán cinco, son un ciclo literario filosófico que utiliza neologismos explícitamente en los tres primeros títulos. Esto iba destinado a delimitar un campo semántico al que pertenecen otros términos nuevos que van apareciendo, como ‘tecnohumanismo’, ‘permaeducación’, ‘ecópolis’, ‘biomimetismo’, etcétera. Estos conceptos encierran la simiente de un porvenir deseable. ¿Por qué palabras nuevas? Porque nos permiten visualizar realidades nuevas. El mundo cambia tan rápidamente que necesitamos nuevas palabras para entenderlo y decodificarlo.

Y, al mismo tiempo, desde mi modesto punto de vista, hay que pulir las viejas palabras. Hay que reacuñar viejas palabras sagradas que, del uso, las hemos hecho moneda corriente y han perdido su valor. Me estoy refiriendo a palabras como ‘humildad’, por ejemplo. Me estoy refiriendo a palabras como ‘coherencia’, ‘belleza’ o ‘naturaleza’. Hoy, a la palabra ‘naturaleza’ le envuelve una aureola sagrada, pero en su nombre lo mismo se venden viajes, que escapadas turísticas o remedios cosméticos.

Yo he sido más de 30 años un profesor muy vocacional, con mucha dedicación y muy apasionado por la educación, y creo que realmente es en las aulas donde se gesta el futuro de los países

Hay algunas palabras que se tienen que resignificar, y al mismo tiempo necesitamos crear nuevos términos para visualizar los retos a los que nos enfrentamos. En mi último libro, ‘Un trozo de tierra’, cada capítulo va asociado a una palabra nueva. De hecho, el libro acaba con un término que es ‘robolución’ que descubrí viendo todo esto del ChatGPT, de la inteligencia artificial y la realidad virtual. Son escenarios que hace muy poco parecían de ciencia ficción y que hoy son realidades.

¿Qué puede adelantar de ese quinto libro que tiene en marcha?

Con este libro cerraré el ciclo, será una pentalogía. El primer libro, ‘Jardinsofía’, fue una historia cultural de los jardines y del jardín como utopía, como metáfora visual de una buena vida. El segundo fue un libro de filosofía natural, ‘Verdolatría: la naturaleza nos enseña a ser humanos’, que intentaba responder a grandes cuestiones de la filosofía desde el punto de vista de las plantas, los bosques y los huertos. El tercero, ‘Aprendívoros: cómo cultivar la curiosidad’, iba sobre la educación y el arte de cultivar personas. De estos tres libros, uno es más de historia, el otro de filosofía y el otro mezcla lo narrativo con poemas, pero también es muy vivencial. Yo he sido más de 30 años un profesor muy vocacional, con mucha dedicación y muy apasionado por la educación, y creo que realmente es en las aulas donde se gesta el futuro de los países.

El cuarto, ‘Un trozo de tierra’, del que aún estoy haciendo la promoción, es una narración de narraciones. Y este último, que también llevará un neologismo en su portada, es un intento de explorar otro género. Es un un libro que entronca con una tradición muy antigua, que viene desde la Edad Media y el Renacimiento, pero no es exactamente un libro de filosofía, ni es exactamente un libro de narrativa, ni es exactamente un libro de poesía, ni es exactamente un libro de pensamiento o de literatura, pero es todo esto al mismo tiempo. Con esto ya daré por cerrado este ciclo y seguiré con mis obsesiones y mis preocupaciones.

Para terminar, es usted doctor en Filosofía, escritor, antropólogo, profesor de instituto, experto en paisajismo y jardines... si Santiago Beruete tuviera que definir a Santiago Beruete, ¿cómo lo haría?

Yo diría que soy un jardinero de la palabra. He tenido otra etapa como escritor, como narrador, como poeta. Pero me redescubrí. He sido un aficionado a la jardinería, a la horticultura, toda mi vida, desde niño. Me crié con mi abuela, que me enseñó, de su mano aprendí este oficio. En un momento dado, el jardín me salvó de mí mismo, de mis propios demonios. Y ahí empecé a escribir este tipo de libros que me han traído hasta aquí.

Yo creo un poco en una escritura muy vinculada a la tierra, pero también vivencial. Es decir, no soy un teórico, soy una persona que cultiva. El otro día le ponía una dedicatoria a una chica que decía: “que se te pegue este libro a las manos como el barro a la de los jardineros”. Esta es un poco la idea, una escritura que es emocional, que es vivencial, que es intensa, pero que tiene también algo de vivido. Es una filosofía a ras de suelo, una filosofía implicada, encarnada.

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