Espacio de opinión de La Palma Ahora
La edad no te protege
Lo sé. Llegas a un punto que la verdad suena a impertinencia y el miedo perdido a decir lo que piensas son clasificados como chocheces de la edad. Ni caso, oyes decir a tu espalda, son cosas de la abuela. Y tú, mientras, hablas y hablas creyendo, en tu feliz inocencia, que tus palabras serán atendidas; que la edad conseguida a base de esfuerzo y batallas no siempre ganadas, te dan el prestigio y el respeto que mereces. ¡Qué ilusa! En las miradas que se cruzan entre los hijos y nietos te das cuenta de que esconden algo de cierto menosprecio por lo que has dicho. Y así un día y otro día. Haces comentarios al oír las noticias de la radio, pronuncias en voz alta frases sueltas que describen tu mal humor al ver y escuchar lo que dicen los representantes de la patria y los locutores y comentaristas de turno y darte cuenta de que no hemos aprendido nada de la historia de la humanidad; que los más jóvenes cometen una y otra vez los mismos errores que cometimos nosotros. Te enfureces con los líderes políticos cuando los oyes pronunciar discursos que ya escuchaste un día; reniegas de consignas que te hicieron avanzar alguna vez contra las autoridades cuando aún creías en la posibilidad de un bien común y ahora ves que se repiten las mismas palabras, los mismos discursos y son los mismos crédulos con cincuenta años menos los que caminan con las mismas pancartas que un día te hicieron creer que eras invencible, valiente, transgresora e inmortal.
Y una mañana no puedes levantarte de la cama, no puedes correr la silla ni levantar los brazos para alcanzar el tarro de cristal donde se guarda el azúcar, porque ellos, los hijos, los nietos y demás parientes la han puesto muy alta para que no llegues y te puedas tomar una cucharadita porque eres diabética o porque empiezas a tener demencia y confundes la sal y el bicarbonato con esa pequeña alegría de un caramelo o una onza de chocolate escondida en la despensa. Y tú lo sabes. Lo comprendes en tu tristeza tan vieja como tú. Y te sales al patio y te sientas en el sillón de mimbre a ver pasar las nubes, a ver crecer la hierba de las macetas que ya no te importan. No lloras ni sueltas un gemido. Te limitas a esperar la hora de comer para volver a pronunciar las frases y recomendaciones de turno mientras los demás te dicen que te calles que quieren escuchar las noticias. ¿Las noticias? ¡Qué sabrán ellos de noticias! Tu sí que las sabes porque ya las has oído hace setenta años. Pero te callas de nuevo, te tomas el caldo sin sal porque tienes alta la tensión y no queremos disgustos, abuela, come y no refunfuñes más. Y te acabas el plato y te haces la sorda y te levantas de la mesa y te vas.
Y al día siguiente, te levantan de tu sillón de mimbre y te dicen que te llevan de paseo a un lugar con jardines y ventanas al sol y te vuelven a sentar esta vez en una silla de plástico recién desinfectada y ves venir a una gente muy rara cubierta de plásticos que te miran severos y te hurgan en la nariz y te toman la temperatura y te acuestan en una cama que no has visto nunca, y cuando preguntas dónde está tu nieto, el pequeño que te hacía reír mientras bailaba y cantaba canciones de esqueletos y brujas y vampiros, se miran de reojo como sin saber qué decir. Y tú lo sabes. Lo has comprendido. Eres vieja, muy vieja, y no interesan tus opiniones, ni tus heridas, ni la sabiduría acumulada, ni las razones que das para que los demás entiendan lo que ocurre.
Y luego, otro día, vas y te mueres. Así de fácil. Como la vecina de la cama de al lado. Mirándote las manos y los dedos de la mano apretando el pliegue blanco de las sábanas y quizá una sonrisa de alguien que te acaricia la frente con la ternura que la buena gente reparte a manos llenas cuando saben del dolor de los demás. Y te llevan a un lugar donde hay otros muertos tan viejos como tú. Y te ponen un número para identificarte. Ni flores, ni amigos ni ese nieto que te hubiera alegrado el alma sentada al sol en el patio de piedra de tu vieja casa. “Cállate abuela, que si hablas y dices cosas raras te van a encerrar en una casa grande sin ventanas ni flores ni macetas ni juguetes ni pájaros. Cállate abuela, que dirán que eres vieja y estorbas en casa. Y yo no quiero que te vayas nunca”.
No. Él no quería que te fueras nunca, es cierto, pero los demás: la sociedad, el sistema y las nuevas normas ya hacía tiempo que te iban cercando el alma; que te iban apartando, poco a poco, de tus cosas más preciadas. Se acabaron las risas, los paseos al sol de las playas de tu infancia, los viajes al interior de tu tierra más querida, a las caminatas monte arriba, a las tertulias de los que un día compartieron contigo los discursos, los comentarios políticos y literarios, las bromas, los chismes locales, las historias aún recuperables, todo aquello que conformaba lo que creías tu mundo y ahora se ha ido desvaneciendo lentamente sin que ni tú misma llegaras a darte cuenta. Ya nadie te protege. Ni la edad, ni los conocimientos, ni lo que luchaste por hacer de la tierra un buen lugar para que los demás pudieran vivir un poco mejor. Nada sirve para salvarte del derrumbamiento. El mundo no está preparado para salvar a los viejos. Es más, la sociedad a la que has pertenecido y por la que luchaste encarecidamente, te señala como un estorbo, una lacra que debe desaparecer y debes hacerlo silenciosamente sin dar mucho la lata a ser posible. Así de claro. Cualquier disculpa es válida: una enfermedad que te hace depender de los demás, un terremoto, una riada, una pandemia…
Con los dedos de una mano puedo contar los pueblos que cuidan a sus ancianos como quien cuida un tesoro. Desde los pueblos en que los abandonan cuando ya no pueden masticar la piel de sus ganados ni el arroz de sus campos, hasta los más ricos y avanzados que los ingresan en centros especiales donde los cuidan a base de dinero y obligaciones sanitarias, la mayoría de culturas no protegen ni aman a los que un día fueron los principales constructores de un mundo fértil y lleno de comodidades que ahora nadie pone a su servicio para ayudarlos a morir decentemente.
Elsa López
1 de julio de 2020
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