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Los idus de marzo

Elsa López

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En el calendario romano eran los días 15 del mes de marzo (Martius). Eran días de buenos augurios en la antigüedad y se celebraban los días 13 de cada mes exceptuando los meses de marzo, mayo, julio y octubre que se celebraban el 15. Se habla de marzo por ser el comienzo del año nuevo romano que coincidía con la primera luna llena del año. La expresión “¡Cuídate de los idus de marzo!” se hizo famosa por determinados hechos ocurridos en la historia de Roma que luego utilizaría Shakespeare en una de sus obras para representar la conspiración que acabó con la vida de Julio César. Días antes de los idus de marzo, el senado romano llamaba a un vidente para predecir lo que ocurriría en el año que comenzaba. En el año 44 antes de Cristo, Julio César fue advertido por un vidente del peligro que corría y de que sería asesinado el día de los idus de marzo, pero no atendió a sus palabras. Cuentan que el día de su muerte, cuando iba al senado se encontró con el vidente que le había hecho la predicción y el césar le dijo con cierta sorna: “Los idus de marzo ya han llegado”, a lo que el vidente contestó “Sí, pero aún no han acabado”.

Así nosotros en esta “ira de marzo” (siempre creí que era “ira” al asociarlo con sucesos terribles ocurridos en la historia de Roma que en mi adolescencia era lo mismo que decir el mundo) porque no deja de parecerme un castigo airado a tantos desmanes ecológicos, económicos y sociales, y porque fue un 15 de marzo del año 2020 cuando nos confinaron en nuestras casas. Perdimos la libertad de salir y entrar, de pasear, de ver a los amigos, de caminar por calles y plazas. El estado impuso normas a los ciudadanos para evitar el contagio de una epidemia que crece y acrecienta el peligro de una infección a nivel planetario. No hubo videntes que predijeran estos hechos y, si los hubo, ningún miembro del senado creyó tales augurios. Nadie quiso saber la verdad de lo que iba a ocurrirnos. Nadie prestó atención al mal que se cernía sobre nuestras cabezas. El senado esta vez no escuchó las palabras del vidente y más bien creo que ni siquiera lo llamó para que dijera lo que iba a sucedernos. El imperio romano en que vivimos se perdió en batallitas de salón, en solucionar desavenencias de los bárbaros que siempre rodean y acobardan a nuestros gobernantes, en aplicar leyes y dictar sentencias que no solucionaban en nada el bienestar ciudadano, antes bien iban a multiplicar los daños. Nadie esperaba que algo así sucediera en occidente. El viejo continente en su soberbia histórica no quiso saber nada de su destino.

Marzo significará para muchos de nosotros y durante mucho tiempo una etapa oscura de nuestras vidas. Más que oscura, yo diría que confusa. No sabemos del todo ni a ciencia cierta qué ocurrió antes de que el gobierno tomara las medidas que ha tomado; tampoco sabemos muy bien lo que está ocurriendo en estos momentos, como no sabemos lo que ocurrirá después cuando todo esto haya pasado. Sólo sabemos de nuestro encierro, y por una ventana al mundo recibimos informaciones diferentes cada día. Como los presos, miramos por la ventana lo que sucede ahí afuera detrás de unas rejas invisibles en la mayoría de los casos porque, aparte de seguir las noticias en los medios de comunicación como si fuéramos adictos a un fármaco prodigioso, la vida de muchos de nosotros se limita a asomarnos a la ventana y batir palmas a seres humanos desconocidos y ajenos que nos guardan, curan y protegen y, a veces, volvemos a asomarnos para escuchar las sirenas de la policía, una voz que anuncia algo no sé bien si es pescado o el fin del mundo, y el viento. ¡Dios mío, cómo suena el viento en el silencio de las calles! Y uno se pregunta inquieto cuántos días aciagos nos esperan.

Viejas plañideras ocupan despachos y salones y no saben aún que la muerte no distingue de clases y que solo nos diferencia el matiz de la noticia: cien ancianos mueren y nadie pronuncia sus nombres; muere una ilustre señoría de la nobleza o el deporte, y todos se afanan en mencionarlos y alabar sus cualidades. Pero eso ya es secundario. No sirve de nada ponernos a hacer distinciones entre enfermos, que hay mucho tiquismiquis suelto por ahí opinando sobre lo divino y lo humano: que si ese era rico y lo lloran más; que si estos son viejos, enfermos, asilados, discapacitados y sin techo, y si mueren, mueren sin más comentarios que el leve escalofrío de las buenas gentes; que si somos un riesgo, que si no lo somos. ¡Qué más da! Ahora, lo que debe importarnos es el regreso inmediato del vidente. Que venga y nos diga que, además de florecer los árboles y dar esta vez sus mejores frutos; que llegó la primavera y hay más pájaros que nunca; que las aguas de los ríos bajan transparentes y los cielos de las grandes ciudades son más azules que hace un mes y que en estos quince días de reclusión los seres humanos han dejado de ensuciar cielos, mares y montañas, aún estamos a salvo y la muerte pasará ligera por nuestras puertas, aquellas que fueron señaladas con la sangre de miles de inocentes corderos según prescribe aquel a quien algunos llaman el único dios verdadero.

He pensado mucho estos días sobre la muerte. No sólo sobre la mía que está ya cerca gracias a los años vividos. Es la de los otros la que me aterra. ¡Tanto anciano, tanto enfermo sin remedio, tantas maldiciones sobre nuestras cabezas coronadas! No me dan miedo las pandemias. Me dan angustias, desvelos interminables pensando en ellos. En los pobres sin refugio, en los que viven en asilos, en la calle, en las selvas del mundo que controlan tipos como Trump o Bolsonaro por citar a los más evidentes. Y me vuelve la rabia y las ganas de llenar de nuevo mi kalashnikov, ese que llevo dentro y siempre me aguarda detrás de la puerta del alma. Porque la rabia está ahí por muchos ejercicios que hagamos de contención o de caridad cristiana. Y, para colmo, me detengo a pensar en sus tristes funerales, esos a los que nadie va porque todos estamos en casa; esos responsos que nadie les hace y esas flores que nadie les enviará porque esta epidemia ha cerrado flores, heladerías, bingos y parques. Todas esas cosas que tanto les gusta a nuestros abuelos. Y pienso, entonces, que quizá esta epidemia nos sirva para pensar que nada de lo que nos dan en la muerte sea necesario y es más importante hacerles la vida más leve y la vejez menos triste.

Elsa López

26 de marzo de 2020

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