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La industrialización digital de la cultura

Irina Betancor Almeida

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La globalización permite un intercambio cultural a escala global, una posibilidad que, a priori, debería enriquecer la oferta cultural. Sin embargo, la industrialización masiva de este sector trae aparejado un proceso de americanización, bien podría decirse macdonalización de la cultura. El predominio de los grandes éxitos en formato best seller invade la escena cultural favoreciendo a las grandes editoriales que amplían consistentemente sus mercados. Hemos asistido al éxito del mundo anglosajón en la literatura.

Ahora bien, en relación con la esfera de la música, la revolución digital ha permitido una democratización del proceso de producción musical, facilitado por plataformas como Youtube, en la que un video puede fácilmente viralizarse y dar el salto a la esfera internacional casi desde cualquier punto del planeta. Sin embargo, conforme se acrecienta el impacto de artistas mundialmente conocidos, los grupos locales son desplazados en virtud de la homogeneización de la demanda musical. Le pese a unos más y a otros menos, a día de hoy, Rosalía es un fenómeno internacional, y ha llegado a serlo en relativamente poco tiempo. Lo que muestra otra característica que ha traído consigo la interconexión planetaria: la fugacidad. Rosalía tiene a día de hoy una capacidad de aglutinar, que ya le gustaría a muchos partidos políticos llevarla en sus listas.

Subyacente a este fenómeno se encuentra uno de los fundamentos esenciales del ser humano: la necesidad de formar parte de grupos, la necesidad de identificarse colectivamente. Y en un mundo globalizado aquellos artistas que triunfen en la difusión de sus creaciones tendrán más posibilidades de generar adeptos y de obtener inversores que engrosen su presupuesto. ¿Qué ocurre por tanto con los artistas a escala local? Pues se produce un desplazamiento de los mismos, quedando apartados del gran aparato de producción musical a escala planetaria. Esta es una de las consecuencias de la falta de diversificación en la oferta musical, cada vez más concentrada en torno a las grandes demandas del momento, lo que erosiona a los géneros clásicos, en virtud de un nuevo tipo de producción musical eminentemente digital. Cabe preguntarse si a día de hoy la vasta mayoría del público acude a conciertos por la música, o por la imagen del artista, si quizá se trate de comulgar mentalmente con las grandes multitudes que abarrotan los estadios y ya no tanto de disfrutar de lo que transmite la experiencia musical. Lo que está claro es que avanzamos a un consumo masivo, y cuando se aborda la cuestión de la cultura, un consumo de cantidades masivas de productos culturales por parte de masas ruidosas cuya preocupación mayor es quedar bien en la selfie con su artista favorito del momento.

Por otro lado, con el nacimiento del cine muchos temieron por la progresiva desaparición del teatro, cuyo valor no ha dejado de reinterpretarse con el paso de los años. Un arte que consiguió poner en escena los problemas cotidianos de los ciudadanos, sacando a relucir los trapos sucios y las vergüenzas de las sociedades, parece haber ido perdiendo adeptos entre los nativos digitales. Sin embargo, incluso la gran pantalla ha experimentado una reducción en sus públicos. Hablamos pues del fenómeno Netflix, una realidad que viene a concentrar lo expresado anteriormente. Un ingente volumen de oferta que teletransporta al espectador de su salón a cualquier rincón del planeta por el módico precio de una entrada de cine. Todo un reto para la industria cinematográfica que parece sostenerse en virtud del espíritu romántico que envuelve a la experiencia de ir al cine, una actividad cada vez menos frecuentada, en especial en lo relativo a aquellos géneros independientes que luchan por mantenerse en la cartelera de los cines que no apelan a un público masivo.

Irina Betancor Almeida

Internacionalista y analista política.

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