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Un mal sueño

Elsa López

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Tengo la sensación de estar dentro de una pesadilla de esas raras que uno corre y no avanza; uno se precipita en el vacío y no llega nunca al suelo como si tuvieras que estar siempre cayendo y ahogándote. Algo así. Tengo en el pecho una punzada perpetua que me asfixia y tengo en la boca del estómago una especie de tapón que me impide comer a gusto. Ni agua bebo, y eso que el médico me machaca con eso del agua. Me pongo a revisar el comportamiento de los que están a mi alrededor y no encuentro causa alguna que justifique esta manera mía de pasar los días que llevo encerrada en casa o en mí misma que viene a ser lo mismo. ¿Qué hay en el mundo en que me muevo para hacerme sentir así? Hago lo que puedo, lo juro: me levanto a la misma hora cada día, desayuno lo mismo, y me siento a leer o a escribir siempre lo mismo (últimamente solo escribo poemas de desamor y venganza), luego hago la comida inventando lentejas de sabores varios o verduras con aliños picantes o con paladares tirando a oriente que tengo una nieta casi vegana, casi muy joven, casi inocente, que aún es capaz de pensar que hay animales que sufren casi tanto como los seres humanos. ¡Ángel mío! Ella no ha leído a Monika Zgustova y no sabe lo que es un campo de trabajo forzado en la historia del régimen estalinista y cómo nueve mujeres, científicas, actrices, maestras, poetas, matemáticas, pudieron llegar a superarlo; Elsa Estrella no sabe lo cruel que pueden llegar a ser los seres humanos con los mismos animales de su especie. Ella no lo sabe, aunque haya leído mucho para su corta edad. En estos días la miro y me pregunto qué será de ella y del pequeño de la casa. El pequeño Marcelo tampoco lo sabe. Se limita a decirnos que el virus no está en la calle, que él ha mirado por la ventana a la hora de aplaudir a la buena gente y no ve virus ninguno. Yo tampoco lo veo, es la pura verdad. Desde la ventana de nuestra casa no se ve nada, ni vecinos ni nada. Tengo que ir a casa de mi hija que vive pegada a la mía para poder sentirme solidaria aplaudiendo a seres humanos desconocidos que simbolizan en estos momentos lo bueno, lo solidario, lo generoso de nuestra sociedad. Gente que aparece en nuestras pantallas vestidas de blanco, de verde, de colores pálidos tirando a esperanza.

¡Qué extrañas son las cosas que suceden cuando uno se encierra en una casa! Me imagino mezclas absurdas que hace unos meses hubieran sido imposibles: los médicos, enfermeras y sanitarios de cualquier índole salvando vidas y el ejército y las fuerzas de seguridad intentando hacer lo mismo cuando el uniforme parecía simbolizar lo contrario. Mezcla de criterios, de informaciones resistentes a cualquier vacuna inteligente, con una televisión nauseabunda con programas de histeria colectiva intentando lavarnos el cerebro mientras utilizan la palabra entretener como si eso pudiera salvarla de su mediocridad; una juventud que distorsiona la realidad pensando que el mundo empieza y acaba en un ordenador en el que se les ofrecen productos de diferente categoría que estos días he visto  desde un sacerdote bendiciendo desde un helicóptero, hasta unas clases virtuales donde una digna profesora de enseñanza media ponía tareas sin tino a sus alumnos virtuales en lugar de hablarles de amor, de conocimiento, de libertad, de pensamiento crítico, de etcéteras llenos de vida y responsabilidad. Papeles, sólo papeles y estadísticas en las mesas de conferenciantes, políticos, ejecutivos de empresas igualmente nauseabundas que aprovechan un momento crucial de nuestras vidas para ofrecernos sus productos entre sonrisas, niños con pañales, pajaritos preñados y flores de papel acompañando el eslogan de la temporada “Quédate en casa”. Quédate tú, sinvergüenza, les digo yo desde la puerta (todos se vuelven a mirarme y piensan que la abuela no está bien).

Sin vergüenza y sin el mínimo pudor las compañías de coches, lavadoras, bancos, cartones, medicamentos, vacunas, mascarillas y demás productos susceptibles de ser vendidos, aprovechan el encierro para seguir traficando con sus mercancías. “Quédate en casa”, repiten los anuncios sin cesar y a mí me entra una duda: ¿Cómo les dio tiempo a hacerlos si hace sólo cuarenta días que nos hicieron la propuesta? ¿Cómo pueden salir tantas canciones nuevas, tantas series nuevas, tantas mentiras nuevas, si fue ayer como quien dice, cuando nos dijeron que nos quedáramos quietos dentro del nido? Nadie me responde. En la televisión unos señores muy serios están dando cifras sin parar. Tantos muertos, tantos vivos, tantos por vivir, tantas mascarillas, tantos test, tantos cadáveres por enterrar. Cifras y más cifras. Ni una palabra de afecto, ni una sonrisa, ni una mención a los que no comen, no recogen sus cosechas, no tienen mascarillas ni médicos ni medicamentos. Mi nieta mayor entra en la cocina, y al pasar por la puerta de mi rincón preferido, se vuelve y me dice: “Abuela, anoche soñé que estabas triste”. No respondo. Luego me doy la vuelta y me encierro de nuevo en este doble cautiverio que es el mundo y soy yo misma.

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