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Oh, blanca Navidad

Imagen de las cumbres de La Palma al atardecer.

Alba Lozano Marante

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Bajaba por la calle al mediodía de un veinticuatro de diciembre. Mi madre me había mandado a comprar un par de cosas de última hora para la cena de Nochebuena y mientras recorría la concurrida acera, mojada por la lluvia, mis pasos se toparon con los de una inmensa cantidad de personas que habían salido con el mismo propósito. 

La gente se movía en una gran masa heterogénea de paraguas y abrigos, y a lo lejos un grupo cantando  villancicos emitía un distraído hilo musical que todos oían, pero que pocos escuchaban. La canción se coló  tímidamente en mis oídos y me descubrí a mi misma cantando unas líneas que hace apenas un segundo habría jurado que no sabía. “Oh, blanca Navidad”, tarareaba. Y recuerdo pensar, “que tontería, aquí la Navidad no es blanca”.  

En cierto modo era verdad, la Navidad aquí no es blanca como en las películas. Esas donde los niños abrían una enorme montaña de regalos, apilada bajo un árbol recargado con un millar de adornos hasta la última rama, en una casa grande con una ventana al fondo, por la que se podía observar todo el paisaje nevado, pero eso aquí no pasaba. Aquí la Navidad tenía que ver con todo, menos con el color blanco.  

Seguí caminando calle abajo y me abrí paso entre la gente y sus conversaciones animadas sobre los planes que tenían para la noche. Cuanto más me acercaba al lugar en que el grupo cantaba, más fuertemente se implantaba en mi mente la duda de cuál, si no era el blanco, era el color de la Navidad. Aunque si lo pensamos bien, quizá la Navidad tiene más de un color, y si de algo estaba segura, es que todos los posibles colores de la Navidad estaban en aquella calle. 

Quizá era gris, como el cielo encapotado de diciembre, que a falta de nieve, trae lluvia. Puede que fuera roja, como las flores de pascua colocadas en gigantes arcos de macetas que coronaban la plaza. O a lo mejor dorada, como las minúsculas lucecitas que iluminaban la calle haciéndola parecer una nube de luciérnagas resplandecientes.  

Llevaba un rato dándole vueltas cuando llegué al supermercado. Cogí lo que necesitaba dejándome llevar por la marea de compradores de la abarrotada tienda y me puse en la cola. Una niña y su madre se colocaron detrás de mí, ambas cargadas con cajas y cajas de dulces navideños. La pequeña le repetía a su madre lo que había escrito en su lista de los reyes magos y deseaba una feliz Navidad a todo el que pasaba mientras su madre sonreía y escuchaba con atención. Pensé en quién las esperaba en casa. Abuelos, hermanos, primos, tíos o lo que fuera. Quizá una gran familia, o quizá nadie. Fuera como fuese, a juzgar por la emoción en la voz de aquella niña, para ellas sería una buena Navidad. 

Entonces caí en la cuenta de que en realidad la Navidad no necesita un color que la defina. No necesitamos nieve, ni una montaña de regalos en una casa grande para tener una Navidad perfecta. Solo nos necesitamos los unos a los otros.  

Pagué mis cosas, salí de la tienda y corrí bajo la lluvia hasta llegar a casa. Allí me esperaba mi familia entera preparando la cena, mis hermanos mezclando las letras de varios villancicos, y mis primos bailando al son de las notas mal cantadas. Mi abuela quejándose de que hacían mucho ruido y mi tía colocando por enésima vez la misma figurita del rey mago del belén que no conseguía equilibrar. Y entre todo ese caos encontré la paz, y me sentí más en casa que nunca. Porque, al fin y al cabo, ¿a quién le importa de que color sea la Navidad?

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