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Opinión - Pedir perdón y que resulte sincero. Por Esther Palomera
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Un regalo en el alféizar

Juan Capote

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Cuando los británicos ganaron la batalla de Inglaterra a los alemanes, alguien describió a aquellos jóvenes héroes como muchachos que, diez años antes, tenían una rata blanca en su bolsillo. Efectivamente, hubo una época en la cual esos animalillos de laboratorios estaban de moda, pero no recuerdo que ningún niño de mi época y de mi entorno la tuviera. Quien sí la poseía era mi héroe del momento, Guillermo Brown, personaje literario mediante el cual la genial Richmal Crompton satirizaba a una vida social llena de prejuicios británicos y de caspa victoriana. Y no solo eso. Guillermo llegó a organizar “la quincena de las ratas”, como oposición a “la semana de los pájaros” que una cursi señorita vegetariana había puesto en marcha en su pueblo. En este caso mi héroe consiguió concentrar a un montón de ratas, de todo tipo menos blancas, a base de robarlas de las ratoneras y proporcionarles un opíparo banquete diario sustraído de las despensas de su familia y las de sus amigos. El relato acaba cuando Guillermo, sin ser consciente de ello, aparece en un concurso disfrazado del flautista de Amelín, llevando detrás un séquito de roedores. Por supuesto ganó el premio tras provocar una desbandada entre el público asistente.

Me sentí, por tanto, muy feliz cuando me la consiguieron y la tenía encima cada vez que era posible. Por eso el día en que se me perdió me llevé un gran disgusto, pero, inesperadamente, la rata afloró en el patio trasero de la casa, a la semana siguiente. Estaba hecha un desastre con varias mordidas propiciadas por sus congéneres de alcantarilla, una de las cuales le había partido el rabo. A esas alturas ya era una adulta, había perdido la gracia de su etapa juvenil y, francamente, tenía un aspecto deplorable. La cogí y, con toda la delicadeza que pude, le practiqué lo que yo creía que eran los primeros auxilios. Un poco más tarde volvió a escaparse y nunca más la volví a ver.

Muchos años después, tras la muerte de mi padre, mi hermana convenció a nuestra madre, Loreto, para que se pasara algunos días en la casa de campo donde veraneaba. Ella, propietaria de la finca, jamás pernoctó con anterioridad en la misma, aunque subía de tarde en tarde con su marido y la utilizaba para celebrar encuentros familiares. Tras superar, no sin esfuerzos, sus reticencias, se le preparó una habitación la cual, como todas las del edificio, tenía una ventana exterior que comunicaba con el resto de la parcela donde deambulaban dos perros y una gata. Esta última, queriendo congraciarse con la visita, le dejó un regalo en el alfeizar. Cuando mi madre comprobó que se trataba de un ratón cazado por ella, arregló su equipaje, regresó a su casa en Santa Cruz de La Palma y nunca más volvió a pernoctar en aquel inmueble.

Loreto, como otras muchas personas, le tenía una fuerte fobia a las ratas y, sin embargo, en su día aceptó que su hijo tuviera una. Por potente que fuera esa aversión, el sentimiento era infinitamente inferior al amor que sentía por él.

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